2:34 a.m. Hace un rato que no puedo dormir. De forma automática agarro el celular y me pongo a ver algunos videos al azar. Me distraigo mirando algo sobre la guerra en Ucrania; hay muchas imágenes de las secuelas del conflicto. Concilio el sueño aproximadamente una hora después.
Temprano en la mañana, mientras me alisto para ir al trabajo, veo en vivo el allanamiento del día: se escuchan gritos, el portón vuela por los aires, entra un tropel de mastodontes armado hasta los dientes en la casa. Poco después presentan la noticia de otro femicidio más en nuestro país –otro más, y otro más, y otro más–.
Durante el recorrido matutino voy escuchando la música de mi cantante favorito. Pienso en el podcast del día anterior dedicado al impacto del deporte sobre la depresión.
Me anima pensar que practicar ejercicio de forma regular durante unas cuatro sesiones por semana me podría hacer sentir mejor; así me ha pasado anteriormente y así planeo hacerlo en los próximos días para retomar ese hábito.
7:55 a.m. Antes de iniciar la jornada laboral, reviso por sétima vez en lo que va del día las redes sociales. Muevo mi pulgar para ver unas cuantas imágenes y me tropiezo con un paseo de unos amigos –personas apenas conocidas, en realidad–. Pienso que tienen una buena vida, que me gustaría estar como ellos. Siento un poco de envidia.
A la hora de almuerzo, como es jueves, aprovecho para ir a escuchar un concierto gratuito del programa “Teatro al Mediodía” del Teatro Nacional.
Aunque no sé mucho de música, cierro los ojos y me dejo llevar por el ritmo de los violines, su profundidad, una intensidad que me llega al corazón. Me siento pleno, contento, con las pilas recargadas antes de retomar la jornada laboral.
Poco después de las 5 p.m., de regreso a casa, recibo una llamada de mi prima. Me cuenta unos cuantos chismes de la familia, y, una vez más, sobre las peleas que continuamente mantiene con su esposo. Igual que hace años, sabiendo que no me hará caso, le sugiero que busque ayuda. Me angustio, me duele verla así y que no salga de esa situación.
6:44 p.m. Para acompañar la cena, pongo la tele. Hablan de la crisis económica, de cómo parece que las cosas se van a poner complicadas.
Presentan a personajes públicos que no son de mi agrado. Siento inquietud, pero continúo comiendo. Al terminar, tengo pesadez, como si aquello no me hubiera caído bien.Antes de meterme a la cama, me digo a mí mismo que solo veré un capítulo de la serie que sigo hace unos días, que me lo merezco, que fue un día muy cansado. Pero, como me suele suceder, como si los productores lo supieran, al final termino quedándome una hora más de lo planeado.
De nuevo, me cuesta dormir porque me siento muy activado.
Y así pasan los días que construyen, a fin de cuentas, la vida. Y ese material, todas esas horas invertidas, van sumando para acumular, o no, bienestar, alegría, aprendizaje, capacidad de sorpresa, curiosidad; en fin, paz y estabilidad, sentirse bien. Esa dieta mental, que promueve las conexiones neuronales, que arboriza la tranquilidad y amarra los lazos humanos sanos, es, en buena medida, una decisión consciente.
Es decir, se logra, al igual que ocurre con la comida, haciendo primero la pausa y decidiendo con qué material decido alimentar mis emociones, mi memoria, mi energía y mi vida como un todo.
Sé que las formas son muchas; sé, también, que la elección me pertenece –nos pertenece–. Somos los dueños.