Vivo muy cerca de la ciudad tomada. Poco a poco, durante dos semanas o más, la ciudad va perdiendo ese tono de ciudad solitaria y aparecen los invasores, muy poco a poco hasta que la invasión es imparable y la ciudad vive en un estado de alegría y solemnidad que la hace muy interesante, aunque parezca que no lo es. Porque Cartago se refugia en un viejo mito que nos dice que es una ciudad donde nunca pasa nada, que no es para nada cierto. La conozco bien y sé que es una ciudad donde ocurren muchas cosas de todo tipo, pero hace como si eso no pasara, o que jamás antes había visto algo como eso. Y todos los años, después de la invasión vuelve a esa actitud de vieja señora muy guapa que la hace lucir tan bonita. Como un personaje lorquiano, como Doña Rosita, o alguna de las Manolas, “las que se van a la Alhambra, las tres y las cuatro solas”, “una vestida de verde, otra de malva y la otra, un corselete escocés con cintas hasta la cola”.
Pues bien, la ciudad de Cartago recibe la mayor invasión que se hace de una ciudad en este país, y sobrevive aquello con gracia, elegancia, orden y todos los servicios al día. No hay ninguno de esos caminadores que no encuentre lo que necesita porque si algo saben hacer los cartagos es convertirse en grandes anfitriones. Como bien dice el dicho: son muchos años de condesa como para no saber mover el abanico. Calles largas y ordenadas desde La Lima, viejos edificios, un mercado clásico, una Plaza Mayor que invita a descansar, y si uno le da la espalda puede perdonar aquel horrible cono parado al revés que pusieron frente a las ruinas. Negocios, restaurantes, sodas con ricos menús, ventas de todo tipo, música, oraciones, coros, hombres que desfilan inexplicablemente vestidos de romanos, coros celestiales y terrenales hasta llegar a la Plaza de la Basílica y finalmente adentrarse en el gran templo.
He tomado por costumbre, para conseguir mi paz durante la invasión, de comprar víveres suficientes para tres o cuatro días y evitarme estar por mucho tiempo en la ciudad. Prefiero quedarme en mi casa de Oreamuno y saber de la romería por otras vías. Pero no es porque desconfío en algo de las intenciones de tanto visitante. Es porque realmente son muchos y todo se realiza más lentamente. Me quedo en mi jardín durante la invasión. Pero siempre sé que la ciudad sabrá salir adelante.
La invasión es tan densa y numerosa que cualquiera diría que no es posible que quepan allí, pero todo el que quiere, con algo de paciencia, puede hacer su entrada triunfal de rodillas y recorrer el templo en actitud recogida y un poquito melodramática, que parece gustarle a la mayoría de visitantes. Todos reposan, todos se alimentan, todos cantan, todos se alegran de estar ahí, todos rezan por sus asuntos, todos se van en transporte público, todos caben, todos contarán como fue este año y no habrá queja alguna de la vieja y guapa señora, la condesa del abanico, la vieja, noble y guapa Cartago.