El Estado nos quita poder social y económico: poder de autoorganización ciudadana, poder de autorregulación y poder de defensa personal, por medio de impuestos depredadores y a través de una regulación restrictiva.
A la vez pretende devolvernos seguridad social y económica bajo la forma de instituciones no evolutivas, sistemas de reparto y un capitalismo estatal creador de argollas.
No hay manera posible de que esta fórmula sea beneficiosa para generar la prosperidad general.
El Estado busca imponer un curioso sistema moral basado en la extorsión y el robo. El hombre de empresa, por el contrario, solo cierra acuerdos contractuales o de mutuo acuerdo con su cliente o capitalista. En los negocios privados, y debido a este contrato (aristotélico), todo el mundo gana.
En ningún momento el empresario pretende detentar una moral más elevada que su cliente ni robarle el dinero o su libertad para reasignárselo a otro o quedárselo él mismo; lo único que pretende, como su cliente, es obtener el máximo provecho con el menor costo posible.
La consecuencia de esta disyuntiva es que en Costa Rica se percibe hoy un ambiente donde conviene más anudar negocios ilegales que negocios legales. Cuando un empresario costarricense quiere trabajar dentro del marco de la ley puede estar seguro de que su “socio mayor”, que es el Estado, siempre estará listo para participar de sus ganancias sin aportar mucho, y como muestra de gratitud -gratitud negra al fin- le devolverá el favor con mayores regulaciones.
Pero, además, cuando el empresario busque protección ante la ley siempre surgirá un burócrata de pelo largo que lo acusará públicamente de manipular la ley en su propio beneficio. Una práctica que no solo es nefasta sino que pone en riesgo el futuro de la propia nación y de cada uno de sus habitantes.
Muchos intelectualoides le echan la culpa al capitalismo por todos los males de la sociedad, pero no se dan cuenta de que sin capital (físico, intelectual, social) no puede existir bienestar colectivo. Después de todo, capitalismo no es más que la libre transformación, transferencia y acumulación de capital a través del intercambio.
Esta fórmula nunca puede ser la causante de la pobreza, a no ser que el aparato estatal cree las condiciones para que dicho capital se acumule en pocas manos, fenómeno que sí ocurre por otros factores: exceso de regulación, multitud de impuestos y gasto improductivo del propio Estado.
En resumen, un país debería ser un sistema de cooperación económica, donde la homogeneidad cultural debería servir de base para que el énfasis sea agregar y acumular valor, y no que algunos grupos destruyan el valor que otros generan bajo una falsa sombrilla de un Estado solidario.