El Día de los Fieles Difuntos, o en otras ocasiones, existe una costumbre significativa, visitar las tumbas de nuestros seres queridos fallecidos. Al hacerlo, tenemos la oportunidad de rezar en el lugar donde descansan sus restos mortales. Allí, expresamos nuestro afecto y respeto dejando flores que adornen sus tumbas; un acto que refleja el amor que aún sentimos por ellos y el vínculo espiritual que mantenemos.
Así, las visitas al cementerio también nos recuerdan un principio fundamental de nuestra fe: “la comunión de los santos”, que conecta a los que aún estamos en este mundo con aquellos que ya descansan en el Señor.
En la actualidad, es común buscar respuestas científicas a la cuestión de la muerte. Pero al hacerlo, olvidamos que necesitamos la esperanza de la eternidad.
El Papa Francisco nos insta a considerar la eternidad desde dos perspectivas: la teológica y la práctica (Papa Francisco, 4 de diciembre del 2008). En el plano teológico, la eternidad representa la promesa de Dios de un futuro glorioso, de una salvación eterna que trasciende nuestra comprensión y nos brinda esperanza. Es la creencia en la vida eterna, en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro, lo que da sentido a nuestra fe y nos motiva a seguir adelante en medio de las pruebas y desafíos de la vida.
Pero la reflexión sobre la eternidad no debe quedarse solo en el conocimiento teológico; también debe permear nuestra vida diaria y nuestro testimonio como cristianos en el mundo. Nuestra fe en la eternidad nos llama a vivir con un propósito mayor, a amar con generosidad, a perdonar con compasión y a trabajar por la justicia y la paz.
Al creer en la eternidad, reconocemos que la vida en la tierra es solo una parte de nuestra existencia, y que nuestras acciones y decisiones tienen un impacto más allá de nuestro tiempo en este mundo. Asimismo, la esperanza en la eternidad nos da una perspectiva más amplia y nos impulsa a actuar de manera responsable y generosa en el presente.
El Señor dijo: “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo” (Juan 17, 24). Estas palabras de Cristo nos recuerdan su plan de amor salvador que conduce a la eternidad.
Llenos de profundo gozo y esperanza, no descansemos en orar diciendo: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” (Cfr. Credo Niceno Constantinopolitano).
Que estas ideas, que encierran la esencia más profunda de nuestra fe y la promesa de una existencia eterna en la compañía divina, sean un faro que ilumine nuestro caminar en momentos de desaliento, y que no permitan dejarnos atrapar por el pesimismo.