Fundándose en el testimonio de Fray León y algún otro documento escrito, el Padre Larrañaga sintetiza los encuentros entre Dios y Francisco a manera de oración contemplativa que caracteriza por la conciencia de vértigo que supone la distancia y proximidad, trascendencia e inmanencia entre ambos: “De día y de noche, Francisco incansable, nadaba en el mar de Dios… En las noches profundas, el Hermano salía de la choza, se sentaba en las rocas, bajo el cielo estrellado y, perdido en la inmensidad de Dios, experimentaba una especie de fascinación y espanto, anonadamiento y asombro, gratitud y júbilo”. Y añade: “Mirando la bóveda estrellada repetía infinitas veces: ¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Lo decía con voz elevada y emocionada. Luego bajaba la voz (no se sabe de qué profundidades salía aquella voz) para decir con el mismo salmo: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? En una oportunidad pasó toda la noche repitiendo esta frase. Después de pronunciarla, el Pobre permanecía largamente en un silencio en cuyo seno seguía vibrando la sustancia de la frase”.
Se trata, como ve, de una manera de orar a base de pocas palabras y mucho silencio interior que yo mismo, adoctrinado por el propio Padre Larrañaga, he practicado y enseñado a practicar a otros y que incluyo en uno de mis libros, el Aprenda a orar. Como en toda oración lo importante es la presencia de Dios y la unión con Él, en este caso concreto, valiéndose de cuantas menos palabras, mejor, las suficientes para mantenerse en esa presencia y unión, hechas de interioridad, gracia y amor, y la verdad absoluta del “Dios es”, respuesta a la pregunta formulada mil veces “¿quién eres Tú y quién soy yo?” “¿Pregunta?, añade el Padre Larrañaga, es otra cosa que pregunta. ¿Afirmación? Es más que afirmación. Es admiración, sorpresa, júbilo, anonadamiento. Es vértigo sagrado, vivencia imposible de describir”.
Y concluye: “Cuando Francisco acababa de aceptar gozosamente que Dios-es, lo que ocurría todas las noches, entraba en una especie de embriaguez telúrica, y la vida se le tornaba en omnipotencia y plenitud participando de la eterna e infinita vitalidad de Dios y convirtiendo al Hermano en el cantor de la novedad más rotunda y absoluta: Dios-es. ¿Quién eres Tú y quién soy yo?” Y la distancia y la presencia se fundían: Francisco es el hombre seducido por el abismo de Dios, golpeado y vencido por el peso de la Gloria, siempre sorprendido, cautivado, salido de sí mismo y volcado sobre el Otro. Un hombre esencialmente pascual.
De aquí parte lo que se conoce como la gran pascua franciscana: el Hermano siempre en tensión y apertura, en estado de salida hacia el Admirable, hacia Dios.