Hace un par de días El Diario del Pueblo informó de la detección y detención de un menor de edad que vendía droga afuera de un centro educativo.
El joven, quien apenas llegaba a los 16 años, cargaba la sustancia entre sus partes íntimas, tratando ilusamente de evadir cualquier sospecha sobre el ilícito negocio.
Los jóvenes ahora reconocidos como “traficantes del barrio” se la jugaban como los grandes, según ellos, para vender la marihuana en las narices de los estudiantes, el personal docente y hasta el director del centro educativo, como si se tratara de confites.
A ¢1.000 el pucho. Ese era el precio de los cigarrillos que comerciaba el muchacho. Cuando lo atraparon atinó a decir que era su primera vez y que un hombre en un auto le dio la mercancía.
Esta situación es hoy un tema frecuente. No hay centro educativo que no tenga registro de incidentes semejantes, ya sea por alumnos que venden puertas adentro con el mayor descaro o bien por consumidores de corta edad, que a vista y paciencia de los vecinos hacen el negocio ilícito en las inmediaciones de los colegios.
Los narcóticos invadieron las casas de enseñanza, se metieron por la puerta del frente y las autoridades lo saben.
No solo afuera de estos lugares hay narcotraficantes, las autoridades saben que en las aulas hay miembros de grupos delictivos encargados no solo de satisfacer estos vicios de principiantes, sino también de reclutar “robots” para comerciar la marihuana en otros sitios donde acuden jóvenes, llámense parques, polideportivos, esquinas de barriadas, pulperías y hasta en un grupo de adoración y alabanza cristiana.
La policía y el Ministerio de Educación Pública tienen al menos un reporte diario de situaciones similares, mientras que en los colegios el personal administrativo conoce quién o quiénes son los expendedores, pero poco parece resolverse en el tema.
Es aquí donde surgen mil preguntas. Escuchamos a ministros, jefes policiales, judiciales, jueces juveniles, fiscales y demás expertos dar cifras de la gran cantidad de menores que hoy están inmersos en el negocio del narcotráfico, ignorando por su corta edad lo que ello implica, pero comienzan a ser las potenciales víctimas de un vicio aterrador y los victimarios, miembros del crimen organizado.
No entendemos cómo en este país únicamente nos centramos en detener los camiones cargados de estupefacientes que cruzan nuestras fronteras, cuando en las casas de enseñanza los narcos están potenciando un mercado joven.
Se gastan miles de millones de colones en seguridad para el combate del narcotráfico internacional, pero es evidente que los programas preventivos dirigidos a las poblaciones más jóvenes y vulnerables son escasos, por no decir nulos.
Antes escuchábamos del programa DARE, dedicado a dotar de información a los estudiantes de escuelas y colegios sobre este flagelo; hoy los educandos han quedado a merced de los pocos educadores que todavía tratan el tema sin temor a las quejas de los padres.
Los programas preventivos están llegando muy tarde, los jóvenes inician cada vez más temprano el consumo de drogas legales como el alcohol y el tabaco, así como las ilegales, entre ellas la marihuana, tal como lo reflejan los estudios del IAFA, en los que se indica que los colegiales la ven como una sustancia inocua y disponible en todo lugar.
Está bien la cooperación internacional para combatir a las agrupaciones que operan en este nivel, pero es bueno también volver la vista hacia el mercado interno, que ya no es tan pequeño como se cree, pues los grupos narcos tienen en la mira a una población potencial tan importante como son los jóvenes.
Los muchachos no solo consumen drogas por un carácter social sino porque el venderlas se ha convertido en una meta de vida para muchos, pues se les ha metido la idea que es fácil hacer dinero y conseguir lujos sin mucho trabajo.
Los programas deberían articularse en conjunto entre las instituciones encargadas de la educación, el Ministerio de Seguridad, autoridades policiales, padres de familia, IAFA, grupos religiosos y entes rectores de salud, pues por años se han explicado los problemas del consumo de drogas, pero pocas veces se mencionan las fatales consecuencias de dedicarse a este ilícito negocio.
Nada hacemos con decomisar tantas toneladas de cocaína que no irán a parar a manos de los adictos de otros países si en el nuestro tenemos decenas de muertos por peleas de territorios narco y las cárceles están abarrotadas de adolescentes y adultos jóvenes que no superan los 25 años.
Es hora de hacer un alto y replantearnos la estrategia de lucha antinarcóticos porque parece que estamos más concentrados en proyectar una muy buena imagen en el exterior y nos olvidamos de poner la casa en orden.