Además su mejor conquista: la libertad, que no ha sido al fin y al cabo un hecho simple, sino una posibilidad ganada a pesar de todos los obstáculos que el individuo se ha encontrado en el camino hacia ella y una serie de hechos que en la historia se han escrito alrededor de dicha realidad.
Es en dicho sentido lo que grandes pensadores desde Platón hasta Marx, pasando por Spinoza, Bergson, Kant, Freud o Mills, consideran que ser libre es tener autonomía y voluntad plenas para no dejarse influenciar, ni avasallar por nada, ni nadie.
Conquistar la libertad cada día, en palabras de Sartre, enfrentar todo determinismo publicitario y comercial que socava el acto libre y toda conducta plena de la voluntad humana, debe ser el afán definitivo del hombre libre.
Dicha idea de libertad, tan antigua como la esperanza misma, ha estado presente en todos los textos sánscritos desde Aristóteles y Epicuro hasta San Agustín y Descartes.
Desde la caverna de Platón, el esfuerzo de romper las cadenas para trepar con cautela sobre los muros de la cueva y ver el sol por vez primera, pero ¿y qué sería de la libertad sin la esencia humana de ella? Es un ser humano en quien se realiza, al fin y al cabo si aquel filósofo después de ver el sol no regresara a la caverna para explicarle a cada uno de los sujetos que lo que tienen alrededor no es nada más que un espejismo, que la verdadera libertad no radica más que en la conciencia de la verdad. Una conquista desapercibida y a veces hasta sin sentido en los seres humanos.
En dichos términos estrictos, la libertad no existe como producto terminado, sino que el hombre la conquista toda vez que su propia conciencia lo inspira a ser él mismo, único y finito, con principio y final.
Concebida de tal modo, la libertad es realmente la revelación auténtica de la dignidad humana. Como lo decían los grandes humanistas del Renacimiento, en palabras más claras, la revelación de la verdadera naturaleza del hombre, lo que este es y lo que es capaz de ser, más allá de las barreras, obstáculos y limitaciones inherentes a su finitud y a todas sus limitaciones intrínsecas.
Para Teilhard de Chardim, al igual que para Spinoza, existen de eso efectos positivos y palpables (que aparecen a lo largo de la vida humana), como lo son los fenómenos que el individuo sufre en su crecimiento y en su desarrollo, que Chardim denominaba pasiones que limitan a los sujetos, como el miedo, el terror, la enfermedad, la senectud y la muerte.
Desde dichas perspectivas señalaba también cuál es realmente la verdadera definición y sentido de la libertad, sino que lo que significa en su tesis final, conquistar y vencer todas las pasiones humanas, venciendo los miedos irracionales y el pavor ilegítimo. Solo así es posible santificar la vida humana.
De ahí que para Spinoza la libertad está vedada para los cansinos, los tímidos y los pesimistas. Estos no pueden ser libres porque quienes tienen criterios negativos contra la vida, quienes estén tullidos espiritualmente, no merecen vivirla.
Solo lo pueden ser quienes sean entusiastas y crean en la vida, en su carácter sagrado, en las oportunidades que brinda para lograr la autorrealización individual, aquellos que en términos de la vieja psicología no sucumban ante las regresiones, sino que fomenten la progresión, que requiere independencia y al mismo tiempo amor por los demás, que no es otra cosa que amar la vida misma y todas sus manifestaciones.
La verdadera raíz de la libertad está en la añeja sentencia griega: “Conócete a ti mismo”. El autoconocimiento siempre ha supuesto una superación de las limitaciones humanas y una adquisición de madurez, un modo para llegar a ser el hombre que en potencia se es.
*Abogado y notario público