Si al amor incondicional hubiese que definirlo con una sola palabra sería: ¡madre!; mucho se ha hablado a través de la historia acerca del rol de las madres, algunas veces con una profunda admiración y respeto, con una sincera y conmovedora sensibilidad, y otras, recurriendo a fingidos y lacrimógenos pseudolibretos “sentimentaloides” (de telenovela barata); aplicando incluso una buena dosis de “sensiblería edulcorada”, donde el amor queda reducido a un rústico -aunque muy dulcete y empachoso- “soba’o e’ trapiche”.
Pero lo cierto del caso es que, para nombrar a la madre, definitivamente hay que depurar el léxico y transparentar el alma; mirar más allá de todas las congojas, abstraernos de las sórdidas contradicciones; porque el amor de una madre siempre colmará tu espacio, mucho más que el de todas las personas que conozcas o que tengas cerca, el abrazo de una madre te estará esperando aún en los momentos más difíciles, cuando todos te hayan dado la espalda ella permanecerá a tu lado -en silencio- y con los brazos abiertos; porque solo la madre es capaz de ponerse en los zapatos de todos, pero nadie podrá ponerse en los de ella.
A través del cordón umbilical, “mamamos” durante nueve meses el inefable misterio de la vida, ingerimos a borbotones nuestra herencia genética, nos atragantamos con la primera ternura en ciernes, y en el cálido umbral de la placenta, en ese sublime cuenco donde se transmutó el milagro, adquirimos desde la nada una identidad única y bendita que nos acompañará por el resto de la existencia, y nos amalgamamos en una sola carne con esa mujer que nos dio la vida; creando de aquí en adelante un vínculo indestructible, una invisible y portentosa unión atada fuertemente con los lazos del respeto, la admiración, el sentimiento y un amor inquebrantable.
Es por eso que la figura de una madre ha sido enaltecida por las civilizaciones, pueblos y culturas antiguas, desde las diosas egipcias, griegas y romanas, hasta la portentosa “Pachamama” de los incas, la exuberante ¡Madre Tierra!; principio y fin de todos los orígenes, símbolo de fertilidad, respeto, pureza y protección; por eso el corazón de una madre es un inhóspito océano donde siempre hallarás aceptación, compresión; ¡perdón!; el amor de una madre en situaciones extremas, y en defensa de sus hijos, suele ser más poderoso que el poder mismo de la naturaleza. No en vano, no existe ningún lugar donde puedas esconderte, que la oración de una madre no pueda seguirte y encontrarte; pero también hay “otras madres”, que sin haber sido madres biológicas, se encargaron de criar niños ajenos, con el mismo y portentoso Amor de Madre.
La madre seguirá siendo la personificación de todos los desprendimientos; ella estará dispuesta a renunciar a todos sus sueños, en el momento en que nazca su primer hijo; para una madre seguiremos siendo “sempiternos carajillos”, aunque ya seamos “cuarentones”. Cuando sentimos que nuestra madre se convierte en nuestra peor enemiga, es porque en el fondo no nos damos cuenta que busca lo mejor para nosotros, y está demostrando que nos ama más que a ella misma. Por lo general, cuando la vida se nos pone cuesta arriba, y ya no encontramos la salida, acudimos a nuestra madre en busca de apoyo, sin embargo, cuando crees que te apoyas en tu madre, ¡es porque realmente es ella quién te está levantando!; la primera escuela de un niño es el amor de su madre, y la sonrisa de ella será el primer rostro que él llevará grabado perpetuamente en su alma…
Una vez le preguntaron a una madre; ¿a cuál de tus hijos quieres más?; y sin titubear ella respondió: “al enfermo, hasta que se cure; al ausente, hasta que regrese; al más pequeño, hasta que crezca”, y a todos; ¡para siempre! ¡El corazón de una madre no acepta preferencias ni admite privilegios!; ella será siempre un vasto mar de entrega desinteresada y amor incondicional…
¡Feliz Día de la Madre a todas las madres de este amado país!
*Poeta y músico