Costa Rica enfrenta un grave problema de estancamiento en la lucha contra la corrupción. Si bien el país logró una leve mejora en el Índice de Percepción de Corrupción (IPC), subiendo tres puntos en la más reciente medición, la realidad es que la gráfica de la última década evidencia un preocupante inmovilismo.
En el contexto global, Costa Rica se posiciona en la casilla 42 de 180 naciones evaluadas. Este lugar, aunque parece meritorio en términos generales, refleja una deficiencia dentro de los miembros que conforman la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
En este organismo el país está en el último cuarto del listado, lo que demuestra que, en comparación con sus pares, el desempeño sigue siendo insuficiente.
El índice destacó algunas mejoras en áreas específicas, como la reducción de riesgos económicos, políticos, sociales, ambientales, tributarios y de seguridad.
Asimismo, se señalaron avances en la transformación hacia la democracia y la economía de mercado, particularmente en aspectos relacionados con la deuda soberana, la estabilidad monetaria, el sector bancario y el clima de negocios.
No obstante, estas mejoras no han sido suficientes para lograr un progreso sustancial en la percepción de corrupción ni en el fortalecimiento institucional.
Las debilidades siguen siendo evidentes en el Índice de Grado y Tipos de Democracia, en la calificación del Estado de Derecho y Gobernanza, y en el desarrollo hacia una mayor competitividad.
La Asociación Costa Rica Íntegra advierte que la nación se mantiene en una franja peligrosa, pues sus puntuaciones se sitúan entre 50 y 60 puntos, lejos del umbral de 65, necesario para ser considerada una democracia plena. Este dato resulta alarmante, ya que pone en evidencia las limitaciones de nuestra institucionalidad para garantizar transparencia y rendición de cuentas.
La pregunta que surge es: ¿por qué Costa Rica no logra un verdadero control de la corrupción? Varias hipótesis pueden responder esta cuestión.
Es posible que se haya carecido de una legislación más efectiva, de un fortalecimiento institucional adecuado, de mayores recursos para la fiscalización y de un trabajo conjunto y coordinado entre los distintos actores del Estado y la sociedad civil.
Uno de los aspectos más inquietantes es la impunidad. Casos de corrupción de alto perfil han quedado en la sombra de la burocracia judicial, con procesos dilatados y resoluciones tardías que terminan por favorecer a los implicados.
Como lo indicó el presidente de la República, el Poder Judicial está prácticamente rezagado en este tema y es urgente que se asegure el principio de justicia pronta y cumplida. Sin una verdadera sanción a los responsables de actos de corrupción, la percepción de impunidad se incrementa y la confianza ciudadana en las entidades se erosiona aún más.
La situación no es distinta en el Poder Legislativo. La falta de voluntad política y la excesiva lentitud en la aprobación de leyes sustantivas que combatan la corrupción han impedido la adopción de reformas clave.
Es evidente que el país necesita avanzar con determinación en normativas que refuercen la transparencia, la fiscalización y el castigo efectivo para quienes abusen del poder.
Más allá del ámbito gubernamental, este problema debe abordarse desde la raíz, y eso significa un cambio en la educación. La formación ética y cívica en las escuelas y colegios debe fortalecerse para inculcar desde temprano los valores de integridad, honestidad y responsabilidad. Solo así se podrá generar una transformación cultural, que disminuya la tolerancia hacia prácticas corruptas.
El desafío es enorme, pero no podemos resignarnos a este estancamiento. La lucha contra la corrupción requiere un esfuerzo concertado entre Gobierno, instituciones, sociedad civil y ciudadanía.
Solo mediante un compromiso real y acciones concretas se podrá romper con este círculo vicioso y progresar hacia una democracia más robusta y transparente.