Al hablar del parque Simón Bolívar no puedo evitar que se me aglomeren -hechos un nudo en el alma- los recuerdos de la infancia; esas primeras veces que mis padres (como gran paseo) me llevaron a conocer el recinto.
Para mis ojos de entonces, desbordados de asombro, ya desde la entrada aquello era una selva inhóspita de exuberante fantasía; y el corazón en vilo por conocer todas las especies de animales de que tanto me habían contado. Yo, que a lo sumo había tenido contacto con las gallinas de la casa, dos perros y un gato atorrante y mañoso que un día cualquiera se apareció por el patio.
Ingresamos por la antigua entrada, y ya mis pies volaban, levitaban bajando las interminables gradas para llegar a la planicie donde se encontraban las “jaulas”; los inmensos árboles centenarios se me antojaban gigantes bonachones y corteses, que daban la bienvenida con su fresco abrazo, éramos muchos niños, paralizados, más que de miedo, de admiración ante la imponente sobriedad del león, desternillados risa con las maromas de los monos, hechos un puño de miedo ante los grandes cocodrilos, en fin; no en vano el parque Bolívar fue durante más de cien años un referente, un ícono, un refugio, no solo para los animales, más aún para todos los que través de su historia tuvieron el privilegio de visitarlo, y el inexplicable placer de disfrutarlo.
Hoy nos enteramos de que, en menos tiempo del que trasladaron los animales, los indigentes están convirtiendo el parque Simón Bolívar en un búnker de drogadicción y peligrosa inseguridad, urge definir cuál institución administrará este recinto, para que desde ya se le empiece a dar los servicios de seguridad y mantenimiento permanentes que este requiere, antes de que esta situación se convierta en una bola de nieve imposible de contener.
Por muchos años fui profesor de música y fui testigo de que, por lo general, en los colegios hay mucho talento artístico, donde aparecen grupos de música, grupos de teatro, grupos de danza (entre otros), que por lo general no tienen dónde presentarse, a no ser en su propia institución. Bueno, ahí está la oportunidad de brindarle a esa población estudiantil la posibilidad de compartir sus talentos, poniendo una tarima permanente en el parque, acondicionada con sonido y abierta gratuitamente a todo el que quiera participar (totalmente sin fines de lucro), y de paso poner un granito de arena para rescatar a nuestra juventud del crimen organizado y la drogadicción.
Este lugar debería convertirse en un pequeño oasis, en un imprescindible pulmón capitalino, no solo como jardín botánico, sino como expresión de distintas disciplinas artísticas (música, danza, teatro), venta de artesanías y diversas actividades lúdicas para el disfrute de los niños, ¡todo gratuito!; de libre participación y donde el parque se financie únicamente con las entradas a este, aportes del Estado y de otras instituciones, ¡ah!, y del MEP y el Ministerio de Cultura, que por cierto últimamente anda muy escondido para apoyar este tipo de iniciativas. El parque Bolívar debe renacer como un lugar seguro, donde se les garantice a las familias un día completo de sana diversión y relajante esparcimiento.
*Poeta y músico