La reciente auditoría efectuada por la Contraloría General de la República ha desenmascarado, una vez más, la ineficiencia sistémica que corroe nuestras instituciones públicas.
El Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) no es una excepción, sino un ejemplo paradigmático de cómo la burocracia despilfarra recursos que deberían ser sagrados: los fondos públicos destinados a quienes más lo necesitan.
Los hallazgos son demoledores. Cerca de ¢590 millones fueron entregados a personas que no cumplían con los requisitos básicos para recibir el beneficio temporal por inflación.
Más indignante aún: bonos que llegaron a personas fallecidas y privadas de libertad. La respuesta institucional no podría ser más descarada: una serie de excusas que revelan una profunda desconexión con la responsabilidad social.
El IMAS argumenta que la actualización de datos “es materialmente imposible”, como si la tecnología no existiera o como si recopilar información fuera una tarea impensable en pleno siglo XXI. Más de 26.000 hogares con el subsidio aprobado no recibieron ayuda, muchos de ellos en condiciones de extrema vulnerabilidad: familias con jefatura femenina, personas con discapacidad, hogares con menores de edad y adultos mayores.
La falta de cobertura es igualmente escandalosa. La institución solo logró beneficiar al 75% de los hogares planificados, muy por debajo de los estándares internacionales que recomiendan al menos un 85% de cobertura.
Se trata de un fracaso administrativo que condena a miles de familias a seguir sumidas en la pobreza.
El Gobierno quieren dejar de dar los subsidios masivos que tradicionalmente ha dado el IMAS, para aplicar una estrategia que impulse los emprendimientos y genere empleo.
Quienes reciben alguna ayuda social del Estado deberán presentar acciones que beneficien su movilidad social, ya sea obteniendo un trabajo o emprendiendo un negocio propio, según el nuevo modelo de ayuda social.
El nuevo modelo, denominado IMAS Impulsa, entrará a regir en enero de 2025 y solamente mantendrá la protección social no condicionada a las personas en circunstancias más vulnerables.
Esto porque el IMAS no puede reducir más programas como becas Avancemos, como se dio a inicios de este año.
Dichas becas, según denunciaron diputados de oposición, pasaron de 289.984 en 2023 a 274.000 en 2024.
Es decir, a 15.984 menores les bajaron el subsidio. No obstante, los tijerazos fueron mayores porque en Programas de Atención a Familias se pasó de 172.045 en 2023 a 124.558 en 2024.
Así, 47.487 familias resultaron afectadas por los recortes que impulsa Casa Presidencial.
Finalmente, el Programa de Cuidado Infantil pasó de 31.856 beneficiarios en el 2023 a 30.064 en 2024 para 1.792 menos.
Dejar sin beca a estudiantes que las requieren dada su condición socioeconómica es inadmisible, violatorio de derechos, generador de mayores desigualdades y productor de mayor espacio para el crecimiento de la inseguridad en el futuro.
Pero lo más preocupante es la filosofía asistencialista que ha prevalecido. El presidente Rodrigo Chaves lo ha dicho con claridad: no podemos crear “adictos a los subsidios”.
El nuevo modelo IMAS Impulsa parece ser un intento de romper este ciclo pernicioso, condicionando la ayuda social al compromiso de desarrollo personal y profesional.
La propuesta de condicionar los subsidios a acciones concretas de movilidad social es un paso en la dirección correcta. Ya no se trata de regalar pescado, sino de enseñar a pescar. Los beneficiarios deberán comprometerse con objetivos específicos: completar estudios, obtener capacitaciones técnicas, aprender idiomas o iniciar emprendimientos.
Sin embargo, la implementación será el verdadero desafío. ¿Podrá el IMAS transformar realmente su estructura? ¿Logrará romper décadas de dependencia institucional? La historia reciente nos invita al escepticismo.
Lo que está en juego va más allá de números y presupuestos. Se trata de dignidad, de romper ciclos generacionales de pobreza, de devolver la esperanza a familias que han sido sistemáticamente abandonadas por un Estado ineficiente.
El mensaje es claro: los recursos públicos no son una dádiva sino una herramienta de transformación social. Cada colón mal gastado, cada subsidio entregado sin criterio, es un paso más en la perpetuación de la desigualdad.