Cada año que pasa se lleva un pedazo de nuestra historia, nos emblanquece un poco más el cabello y nos arrebata sin permiso alguna lágrima, algún suspiro, algún sollozo; y deshoja -impertinente- un calendario de nostalgias sobre nuestros vulnerables y melancólicos corazones, sobre todo en esas ¡fragantes! –y a veces “tristonas”- épocas de fin y principio de año…
¿Quién no ha experimentado alguna vez ese sentimiento indescriptible y ambiguo donde la insustituible palabra se convierte en volátil suspiro, y el corazón en vilo se paraliza en un pálpito de “alegre tristeza”? Sí, ¡LA NOSTALGIA!; esa niebla azul –casi esotérica- que sobre todo para los “cambios de año” nos envuelve con su difuso manto, y más aún si ya transitamos el ocaso de nuestras vidas, y un “universo paralelo” de recuerdos nos revive de nuevo lejanas vivencias desde el perdido horizonte de una antigua juventud.
Pero, además de la nostalgia, ¿qué nos queda a los seres humanos al final de nuestra vida, después de haber transcurrido nuestra existencia ataviados ya sea con un ropaje de “sencilla humildad” o de “glamurosa opulencia”? ¡Ya a estas alturas da lo mismo!; la vejez finalmente nos equipara a todos por igual, nos aplana el inestable suelo de la existencia, y sin consultarnos nos mete en el igualitario saco de la senectud; donde todos, sin excepción –de alguna forma- volvemos a ser niños; será por eso que “los viejos” se convierten en un sorprendente baúl de recuerdos, donde aflora la nostalgia risueña y desbordada, convirtiéndose tanto en el estado vegetativo de la tristeza más pura, como en la discreta alegría de los impalpables recuerdos; por eso los viejos “padecen” algo así como de una segunda infancia; “apacibles jovenzuelos” aún enamorados de los sueños, porque llegan a habitar los difuminados linderos del sentimiento y la melancolía, que es la más romántica manera de estar triste, y la única forma de sentir cuando nos duele el alma.
Y es que resulta en vano luchar contra los recuerdos, porque lo cierto es que el olvido no nos arrebata ni hurta por completo nuestras experiencias pasadas, ya vividas, sino que nos las guarda y de alguna manera las inmortaliza en la difusa dimensión de una frágil remembranza; por eso los recuerdos y la nostalgia siempre serán también; ¡una invocación a la poesía!
La nostalgia es la argamasa que cohesiona el alma compungida; es el hilo conductor de la inspiración, es el más perfecto vacío, donde solo se posee sin poseer; donde alcanzamos lo inalcanzable únicamente por su estricta esencia y por su existencia atemporal; la nostalgia es la tristeza de lo inacabado, el dolor de lo que no llegó a ser, de todo lo que de alguna forma se quedó sin completar; ¡DE LO QUE NUNCA FUE! Te ayuda a llorar dolores antiguos para que puedan dejarte, la nostalgia llega con la lluvia y se ensancha con la soledad, y se convierte en un constante recuerdo inconsciente, es sentir –indefensa y descarnada- el alma a la intemperie, la nostalgia nos puede enseñar que la vida puede ser una fiesta o un velorio (al final es uno el que decide); la nostalgia es el instante exacto en que se abrazan la felicidad y la tristeza; es insatisfacción, deseo triste, evocación al retorno, añoranza turbia; la nostalgia suspira sobre los lechos mustios, donde se devoraron –incendiarios-, los amores imposibles; con la sola y frágil materia de la nostalgia, un poeta; ¡Y SOLO UN POETA!; ¡puede construir universos!; la nostalgia es; en síntesis; ¡la revelación de la locura!, es la que da la inspiración a la poesía del arte en todos sus demenciales matices y sus innumerables manifestaciones.
Pero la nostalgia y los recuerdos también necesitan un canal de comunicación, una exclusa que los libere del silente inframundo de la inexistencia, y esa es ¡LA PALABRA!: precepto maldito y bendito, aliento del alma, balbuceo de la razón, alquimia del sentimiento; fuente virginal de donde mamó la primera sonrisa; la palabra emerge como el tenue hilo entre el recuerdo y el olvido, la palabra es lo que da significado a lo que ya no es; es la que rescata el asombro, la fascinación y la belleza intacta del instante; antes de que sucumban irremisiblemente en las oscuras fauces del silencio y el olvido. La nostalgia transforma el implacable pasado en callado e impetuoso relato; y lo convierte en el “nirvana final” de todas las añoranzas y de todas las reminiscencias, y la fuente inagotable de toda poesía. Por eso, en el ocaso de nuestras vidas, no debemos aferrarnos a una juventud ya marchita, ni intentar rejuvenecer antiguas glorias de tiempos idos, (todo quedará ahí, en su exacto lugar), pues eso no nos permitirá envejecer con entereza y dignidad, convirtiendo esta inevitable etapa, en un duro y humillante proceso que fácilmente podría rayar en la ridiculez; hay que aceptar serenamente cada ciclo de la existencia; pero en cambio lo que sí podemos hacer, es esforzarnos por reinventar a diario esa poesía virginal e incipiente que sin darnos cuenta, sigue manando mansa y espontanea por los resquicios del alma, y que por sobre todas las cosas; nunca; ¡NUNCA! debemos confundir con sentimientos frívolos, ni permitir que se malogre tratando de sacarnos de la cabeza ¡AQUELLO QUE INSISTE EN BROTAR DIRECTAMENTE DEL CORAZÓN…! esas… las fugaces memorias del olvido… ¡EL DISCRETO ENCANTO DE LA NOSTALGIA!
*Poeta y músico