Caminando por San José, he sido testigo de cómo ha proliferado el estado de indigencia de innumerables seres humanos en todos los rincones de nuestra abandonada y a la vez querida ciudad de San José; una indigencia que se aglomera en las aceras, a vista y paciencia de señoras, ancianos y niños, y cuanto transeúnte pasa (a veces conmovido, a veces indiferente), ante este triste escenario que cada vez se hace más difícil de atender…
¡Cuántos sueños inconclusos!, ¡cuánta carga emotiva!, ¡cuánta derrota y cuánta vulnerable desgracia carga un indigente dentro de su bolsa plástica por las interminables alamedas del desprecio y la marginación!; ¡cuántas vocaciones malogradas! (músicos, pintores, escritores, poetas, profesionales en distintas áreas), porque no todos son “parias” y analfabetas-, ¡cuántos anhelos truncados!
Y esto solo se puede captar cuando te involucras de cerca, cuando te metes adentro, cuando te zambulles en el lodazal, y te confrontas con esta oscura realidad que convive a nuestro lado en esta selva de cemento que llamamos San José; en esa zona roja que se arropa con falsas ilusiones al filo de friolentas madrugadas, y hace un rictus, una mueca de dolor y miedo ante cada implacable y despiadado latigazo de una descarnada realidad de drogadicción, alcoholismo, abandono, miseria y prostitución.
Para poder explicarme mejor, debo empezar por confesar que desde muy joven he tenido una “inocente tendencia” por ir a meterme a todos los “chinchorros”, a todos los antros de perdición, rejuegos y arrabales de la zona roja de San José, (¿pulsión de poeta?); y bucear en los más bajos fondos de las malas calañas, disectando ese inframundo del “amor” comprado a plazos de clandestinidad y asomarme al precipicio anónimo y visceral del corazón de las meretrices.
Por eso muy a menudo me da por deambular por el apestoso cordón de los caños de todas las calamidades, adentrarme en los morbosos y retorcidos resquicios y desviaciones, que a menudo encubre el indescifrable y enigmático corazón humano y contrastar esta estridente realidad -que me cala hasta los huesos-, con la aséptica moral de una sociedad dormida en los linderos del limbo, pusilánime y acusadora, e instalada y acomodada en su zona de confort, sin tener la capacidad de ni siquiera tratar de entender la razón, las circunstancias o los motivos familiares, económicos, sociales, espirituales o existenciales del por qué tantos hombres y mujeres cayeron en ese infierno de desolación y llegaron a tocar el fondo de todos los avernos, al punto de llegar a ser tan solo “cuerpos que jamás fueron almas”, “almas que apenas son cuerpos”.
Deberíamos empezar por reconocer que la mayoría de nosotros prácticamente nunca se ha acercado a un indigente para conocer -de primera mano- la causa de su vulnerable desgracia; ignorando que a menudo la esencia de la vida se resume en “ayudar a otros y hacer el bien”.
Además el indigente no necesita “caridad”, la tan “cacareada caridad” desde todo punto de vista es humillante, porque se ejerce “desde arriba” y por encima del hombro, con una discreta arrogancia y siempre da de lo que le sobra; en cambio la solidaridad es horizontal, directa, y requiere de acercamiento y respeto mutuo, pero sobre todo ¡dignifica a quien la recibe y enaltece a quién la brinda!
Tratemos siempre que podamos, en la medida de nuestras posibilidades, de compartir algo de lo poco o mucho que tengamos y sin mirar a quién; sobre todo en estos tiempos de “vacas flacas”, en que todos necesitamos “meternos el hombro” y ser un poco más hermanos.
Y tengamos presente que el acto de asumir la solidaridad debe ser una manifestación estrictamente íntima e individual; ajena incluso a los convencionalismos sociales, es un acto de ¡autoliberación!; no en vano ya lo dijo Jesucristo hace ya más de dos mil años: “HAY MÁS SATISFACCIÓN EN DAR QUE EN RECIBIR”; y nunca ayudemos como quien pretende ponerle “un parche a la pobreza”, que al fin y al cabo -como dice un dicho-: “no es pobre el que tiene poco, sino el que desea demasiado”; y ya para concluir, remataremos con aquella lapidaria frase de Facundo Cabral: “RICO NO ES EL QUE MÁS TIENE SINO EL QUE MENOS NECESITA”.
Y recordemos siempre que así como hay indigencia del cuerpo, ¡también la hay del alma!; PROCUREMOS NO SER DE LOS SEGUNDOS… ¡QUE ES LA MÁS PELIGROSA!
*Poeta y músico