La fiesta litúrgica del bautismo de Jesús nos ofrece un episodio cargado de simbolismo y profundo significado para nuestra fe. Aunque a primera vista puede parecer desconcertante, ya que el bautismo de Juan era un rito de penitencia, conversión y arrepentimiento para preparar a las personas a recibir el perdón de los pecados, el Señor, siendo completamente inocente, no tenía necesidad de este bautismo.
Cuando Jesús, el Hijo amado, se sumerge en las aguas del Jordán, no lo hace para purificarse, sino para santificarlas. Con este acto, Él señala su misión de redimirnos y conducirnos a la plenitud de la vida divina. En ese momento, el cielo se abre, el Espíritu Santo desciende en forma de paloma y la voz del Padre proclama: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3, 17). Este acontecimiento no solo revela la comunión perfecta de la Santísima Trinidad, sino que también prefigura el bautismo cristiano, en el cual somos sumergidos en el misterio de Dios y llamados a ser hijos adoptivos en Cristo.
El bautismo de Jesús no solo es un acto simbólico, sino la fuente del bautismo cristiano, lleno de la gracia del Espíritu Santo y del poder transformador de la vida nueva en Dios. A diferencia del bautismo de Juan, que era un rito de preparación, el bautismo instituido por Cristo no solo limpia el pecado, sino que infunde la gracia divina en nuestras almas, otorgándonos una nueva vida. Este sacramento nos une a la Iglesia, nos hace partícipes de la muerte y resurrección de Cristo, y nos capacita para vivir como auténticos discípulos.
El agua del bautismo, más que un simple elemento material, se convierte en fuente de vida espiritual. Así como el agua en la naturaleza limpia, nutre y da vida, en el bautismo actúa como vehículo del Espíritu Santo, regenerándonos, fortaleciéndonos y sosteniéndonos en el camino de la fe.
Las gracias abundantes del bautismo son un don incomparable: nos libera de todo pecado, nos convierte en hijos adoptivos de Dios y partícipes de su naturaleza divina. Nos une al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y nos llena con su presencia, capacitándonos para ser luz en el mundo y testigos de su amor.
Esta fiesta litúrgica ha de movernos a reflexionar sobre nuestro propio bautismo. En aquel día, fuimos marcados con el sello indeleble de la gracia, y recibimos la misión de ser testigos valientes de Cristo en el mundo.
Sin embargo, el bautismo no es solo un evento del pasado, sino una realidad viva que debemos renovar diariamente en nuestra vida de fe.
Al recordar nuestro bautismo, renovemos el compromiso de vivir como discípulos auténticos de Cristo, llevando su luz a los demás y dando gracias por este sacramento que transforma y nos abre las puertas a la vida eterna.