Alrededor del 6% de la población mundial es indígena. En Costa Rica, el censo del año 2000, del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), determinó que el 1,7% de la población nacional es aborigen. Es decir, alrededor de 64.000 costarricenses distribuidos en ocho pueblos nativos: Bribri, Cabécar, Ngöbe, Maleku, Brunca, Teribe, Huetar y Chorotega.
Del total de la población indígena de nuestro país, el 60% vive entre Puntarenas y Limón; lamentablemente, muchas de estas personas habitan zonas rurales, donde prevalecen condiciones de pobreza, olvido y discriminación.
Ese pequeño porcentaje de la población costarricense es uno de los más grandes tesoros de nuestro país, porque su legado es y ha sido enorme, así como su valor en nuestra cultura.
Hoy, queremos resaltar ese legado gastronómico cargado de sabor y tradición a lo largo de todo el territorio nacional, influenciando, de manera positiva, la esencia del ser costarricense. Se trata de un legado que es transmitido de generación en generación, a través de los años, manteniendo el contacto y respeto por la madre naturaleza, y aprovechando los regalos de la tierra, como el ñampí, tiquizque, tacaco, palmito, chicasquil, coyol, cacao o los quelites; productos sumamente nutritivos, pero en desuso por el costarricense promedio y desconocidos por las nuevas generaciones.
Es de aplaudir ese amor y respeto por todos los productos que se generan desde la tierra, pero, principalmente, por ese compromiso con el uso responsable de cada uno de los recursos. Es claro que el consumo de ingredientes naturales, llenos de un alto valor nutricional, tiene un impacto positivo en la salud de esta población, y desde el Colegio de Profesionales en Nutrición abogamos para que esas costumbres y gastronomía puedan ser replicadas por otras poblaciones de nuestro país.
Muchos de los platillos que las personas indígenas realizan son preparados a la leña, lo que les da un sabor único y característico; estoy segura de que muchos hemos tenido la oportunidad, y hasta el privilegio, de probar el picadillo de papaya, de chicasquil o de palmito, con una tortillita recién salida del comal de hierro chispeante, al calor de las brasas de un fogón antiguo.
Y ni qué decir si esto lo acompañamos con una jarra de café recién chorreado (cosechado, secado, tostado y molido a la usanza antigua, por supuesto).
Estos platos se aliñan con especias frescas y naturales, como el culantro coyote o el achiote recién sacado, e inclusive estas hierbas fueron cultivadas y cosechadas en el patio de la casa, sin ningún tipo de fertilizante industrial. Además, son abonadas con cáscaras de los alimentos utilizados en la casa, de manera que se completa un ciclo de aprovechamiento sabio de los recursos, sin desperdicio alguno.
En momentos como los que vivimos, es realmente urgente la implementación de hábitos de alimentación saludable y balanceada, para la prevención de muchas enfermedades crónicas. Por ello, queremos resaltar la importancia de tomar el ejemplo de las personas indígenas y de empezar a consumir más ingredientes o productos naturales con alto valor nutricional, por encima de los ultraprocesados y cargados de sal.
Recordemos que nuestros pueblos indígenas conservan la tradición de la cocina costarricense como nadie más lo hace: natural, sin preservantes, colores o sabores artificiales. Ellos tienen la paciencia de conocer y esperar las épocas de siembra y cosecha sin forzar la producción; así se conservan mejor los nutrientes del alimento.
Desafortunadamente, cada vez más nuestros aborígenes y sus tradiciones se están quedando en el olvido, pese a que su aporte es invaluable. Por ello, rescatemos el guacho, los picadillos, la sopa de machaca, el tamal de arroz, la carne ahumada, la sopa de tacacos y la chicha (esta última importantísima en algunas ceremonias tradicionales de estos pueblos), entre otros alimentos.
Volvamos a comer comida costarricense, la nuestra, la saludable, pero, sobre todo, no olvidemos el valor, aporte y legado que nuestra población indígena nos ha heredado desde muchas décadas atrás.