Me refiero especialmente al amor conyugal, el amor entre un hombre y una mujer en el matrimonio y en la familia.
El amor también se aprende y, en ese sentido, se puede hablar de una “escuela de amor”. A pesar de numerosas motivaciones que inducen a los seres humanos a emparejarse y, como lo advierte la simple atención a los que buscan casarse un día, normalmente es el amor el imán que atrae y consolida una pareja.
Ahora bien, ¿se trata de un auténtico amor, sólido y firme, o de una simple ilusión, superficial y pasajera, en no pocos casos?
Siendo positivos, no obstante, se podría afirmar que esa ilusión es “un germen, un embrión de amor que tiene que crecer y madurar en el matrimonio durante el transcurso del tiempo”, como señala el P. Larrañaga. De momento es eso: una ilusión, un globo de fantasía que infló la pasión y el gozo de dos corazones enamorados.
Ya casados, será necesario que hombre y mujer interactúen, en medio de las infaltables sorpresas, sustos y altibajos, hasta ir logrando la debida depuración del amor verdadero, estable y duradero.
Se trata de la escuela del amor, que es la convivencia conyugal.
Todo puede empezar, y de hecho así es generalmente, por una afinidad que se da entre un hombre y una mujer. Pero, entiéndase bien, al igual que la ilusión, la afinidad tampoco es auténtico amor.
“Es -explica el autor antes citado- una simple semilla que, al amparo del sol y la lluvia, irá escalando los espacios hasta la estatura de un árbol frondoso. La savia irá derramándose por sus ramas hasta que llegue el otoño con su carga de frutos dorados”.
Y añade: “Pero antes de llegar a la cosecha colmada, la vida tiene que atravesar todas las estaciones con sus brisas y tormentas, venciendo la arrogancia de los fuertes, el rencor de los resentidos y el orgullo de los prepotentes”.
Es decir, que se ha de ir dando un trabajo constante y tenaz, para que ese amor que une a la pareja y, en ella, a los hijos -los “frutos dorados”- se vaya constituyendo en la fuerza interior del hogar que transforme poco a poco a quienes lo integren, sobre la base de las “virtudes domésticas” que san Pablo indica en Colosenses 3,12-21.
Entre ellas, la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión, aguante mutuo, perdón… “Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada”.
Es parte de la escuela del amor.
En efecto, la vida entera familiar ha de servir para comprender mejor cada vez qué sea ese amor y cómo guardarlo y fomentarlo, pues como afirma el P. Larrañaga, “el quehacer fundamental de la vida conyugal consiste en mantener alta y viva la llama del amor”.
A no echarlo en olvido, el amor, en un principio como algo embrionario en forma de ilusión o afinidad, ha de ir arraigando y creciendo como lo que verdaderamente es, algo vivo, que ha de desarrollarse y madurar hasta hacerse “amor eterno”, anhelo de todos los amantes. “El amor no pasa nunca” (1Corintios 13,8).
Nuestro autor lo expresa así: “… palpita en las entrañas misteriosas del amor un algo esencial e intrínseco por el que toda persona verdaderamente enamorado no puede menos que desear ardientemente que aquello que siente dure para siempre”.
Es decir, que por naturaleza el amor tiende a perpetuarse, sin fin, “hasta que la muerte los separe”. Y aún después.
Ahora bien, y como ya he explicado anteriormente, el amor es un principio y germen, una semilla, expuesto a sucumbir si no se le atiende y cuida.
En la convivencia humana y concretamente entre la pareja que estrena la nueva vida matrimonial, puede darse de todo: sentimientos de amor que se ahondan y florecen, momentos difíciles a causa de la rutina; brotes peligrosos de hostilidad… De ahí la importancia de estar atentos a los vaivenes de distinto signo de la condición humana y esforzarse por mantener en alto el ideal de un matrimonio feliz fundado en un auténtico amor.