Seguimos con el tema de la fe, porque tratamos de María, la del Evangelio, que es sobre todo una mujer de fe. Y arranco con estas afirmaciones del Padre Larrañaga: “Creer es confiar. Creer es permitir. Creer, sobre todo, es adherirse, entregarse. En una palabra, creer es amar”. Todo ello equivale a “caminar en la presencia de Dios” (Génesis 17,1). Todo ello se cumple en Abraham, nuestro padre en la fe.
Usted puede leer la historia de su vida en Génesis, de los capítulos 12 al 25. Le servirá de mucho provecho si lo hace. Aquí lo tenemos como punto de partida sobre el tema que nos interesa en esta serie sobre María, la fe. Abraham recibe por parte de Dios una orden: “Sal de tu tierra” y una promesa: “Te haré padre de un gran pueblo” (Génesis 12,1-4). Abraham cree. “¿Qué le significó este creer?”, se pregunta el autor más arriba citado, y responde: “Le significó extender un cheque en blanco al Señor, abrirle un crédito infinito e incondicional, confiar contra el sentido común, esperar contra toda esperanza, entregarse ciegamente y sin cálculos, romper con una instalación establecida y, a sus setenta y cinco años, “ponerse en camino” (Génesis 12,4) en dirección de un mundo incierto “sin saber a dónde iba” (Heb 11,8). Eso es creer: “entregarse incondicionalmente”.
En efecto, la fe, la fe bíblica concretamente es eso: adhesión a Dios mismo. Es decir, no es referencia tanto a verdades y dogmas, sino a Dios y entregarse a su voluntad. No es, por lo mismo, un proceso de índole intelectual, a base de premisas y conclusiones, combinaciones lógicas producto de conceptos mentales. Es una actitud que puede abarcar todo eso, pero ha de abarcar la vida entera del creyente. El mismo Padre Larrañaga insiste: “Concretamente se trata, repetimos, de una adhesión integral al misterio de Dios y su voluntad. Cuando existe esa adhesión integral al misterio de Dios, las verdades y dogmas referentes a Dios se aceptan con toda naturalidad y no se producen conflictos intelectuales”.
Saltamos a la Carta a los Hebreos, capítulo 11. A propósito, nuestro autor afirma: “Es uno de los capítulos más impresionantes del Nuevo Testamento: parece una galería de figuras inmortales que desfilan delante de nuestros ojos asombrados. Son figuras egregias esculpidas por la fe adulta, hombres indestructibles que poseen una envergadura interior que asombra y espanta, capaces de enfrentarse con situaciones sobrehumanas con tal de no apartarse de su Dios”.
De modo reiterado, y a lo largo de todo el capítulo, se nos recuerda que tan alta y ejemplar fe se debe a la adhesión incondicional de sus protagonistas al Dios vivo y verdadero.
Expresiones como “en la fe”, “por la fe”, “aconteció por su fe” se repiten en cada versículo.
Nuestros hombres de fe, consecuentemente, han de vivir en tierras extrañas, en tiendas de campaña sobre desiertos ardientes y hostiles, mal vistos por sus habitantes que los consideran unos usurpadores…
Otros han de enfrentarse a animales salvajes, temibles fieras, como los leones; algunos han de vérselas con la violencia devoradora del fuego; los hay también que milagrosamente se libran de la espada enemiga… La mayor parte ha de armarse del impulso y fuerza de la fe para vencer a poderosos ejércitos… Por esa misma fe hubo quienes, por no claudicar a su Dios, padecieron una muerte violenta. Sin llegar a tanto, otros soportaron en silencio injurias, otros sin quejarse cuarenta azotes menos uno, o ser apedreados o encarcelados… Hubo quienes fueron aserrados o pasados a espada; a merced de las eventualidades del clima, fugitivos en desiertos y montañas, cubiertos con piel de ovejas o cabras, refugiados en cavernas, fueron víctimas de la persecución, el hambre, la opresión, la tortura…
El Padre Larrañaga comenta: “Y todo ese inolvidable espectáculo se debió a su fe. Pero no a la fe como un planteamiento intelectual o un silogismo. Hicieron todo esto, con tal de no separarse de su Dios vivo y verdadero. Su fe era adhesión, llena de amor a su Dios. Ni la muerte ni la vida -dirá san Pablo-, ni las autoridades ni las fuerzas de represión, ni enemigos visibles o invisibles, ni las alturas, ni las profundidades, nada ni nadie en este universo será capaz de apartarme del amor de Jesucristo mi Señor (Rom 8,38-40)”.
En próximos escritos, Dios mediante, volvemos a María.