El reciente caso de una funcionaria pública, directora de un centro educativo, que vendía plazas para choferes y misceláneos a cambio de ¢900.000, no solo es un acto indignante, sino un recordatorio de que la corrupción no se limita a las altas esferas del poder político.
Este cáncer social está infiltrado en todos los niveles de la función pública, desde los eslabones más básicos hasta las estructuras más complejas, afectando profundamente la confianza en nuestras instituciones y debilitando el tejido moral de nuestra sociedad.
La corrupción, en todas sus formas, carcome los principios de equidad y justicia que deben regir a cualquier sociedad democrática. Cuando una directora de un centro educativo encargada de moldear las mentes del futuro utiliza su posición para lucrar de manera ilícita, el daño es doble, no solo se socavan los valores de la honestidad y la integridad, sino que también se les envía un mensaje equivocado a las generaciones venideras sobre la normalización de estos comportamientos.
El Índice de Percepción de la Corrupción 2023 no es más alentador. Costa Rica obtuvo 55 puntos de 100, lo que refleja un estancamiento preocupante en el combate a este flagelo. Ubicados en la posición 45 de 180 países, seguimos lejos de alcanzar los estándares de transparencia que la ciudadanía merece. Esta percepción tiene consecuencias reales: la desconfianza en las instituciones públicas, la falta de inversión extranjera y el debilitamiento del Estado de derecho.
Es necesario entender que la corrupción, no solo se manifiesta en grandes escándalos mediáticos o en contratos millonarios adjudicados de manera irregular, también está presente en actos cotidianos como la venta de plazas, los sobornos pequeños y los favoritismos en procesos de contratación. Cada acto, por pequeño que parezca, contribuye al deterioro del sistema.
Combatirla desde la raíz requiere un cambio estructural profundo y la clave está en la educación. No podemos esperar resultados distintos si no modificamos el enfoque con el que formamos a nuestros niños y jóvenes, es en las aulas donde debe sembrarse el compromiso con la ética, la honestidad y la responsabilidad social. La formación en valores no puede ser un complemento opcional, sino un eje transversal en todos los niveles educativos.
La educación debe ser el motor que impulse una nueva generación de ciudadanos conscientes de su papel en la sociedad, capaces de identificar y rechazar prácticas corruptas.
Desde una edad temprana, los niños deben aprender que la corrupción no es un “mal necesario” ni una “trampa válida”, sino una práctica que destruye oportunidades perpetúa desigualdades y frena el desarrollo del país.
La educación es fundamental, pero no basta, la ciudadanía también tiene un rol crucial en este combate.
Es urgente dejar de ser cómplices pasivos. Cada acto de corrupción que pasa desapercibido o es ignorado por conveniencia refuerza un sistema que sigue beneficiando a unos pocos a costa de la mayoría.
La denuncia activa debe ser un deber ciudadano, para ello, las instituciones encargadas de combatir la corrupción, como la Contraloría General de la República y el Ministerio Público, deben garantizar procesos accesibles, transparentes y confiables para que cualquier persona pueda reportar irregularidades sin miedo a represalias.
Además, el Gobierno debe fortalecer los sistemas de control interno, auditoría y fiscalización, con énfasis en la prevención de actos corruptos.