El derecho penal costarricense sufre una hiperinflación marcada que, producto del populismo político, abreva finalmente de una suerte de masificación mediática que pendula entre la irresponsabilidad editorial (amarillismo ramplón) y la necesidad empresarial (lucro como motivación monopólica).
Medios alarmando son igual a políticos alarmistas más ciudadanía alarmada. La ecuación básica es sencilla, no así sus consecuencias.
Implicaciones. Desde conductas típicas inconstitucionales –diga lo que diga la Sala IV- como el manido “deber de probidad” que hoy sirve como bolsón para encuadrar casi cualquier conducta funcionarial que no agrade a un fiscalizador de la Contraloría o a un fiscal del Ministerio Público, hasta la absurda inversión del principio de inocencia al acusar “capitales emergentes” y trasladar la carga de la prueba al imputado, pasando por el debilitamiento e incluso olvido de garantías procesales mínimas con la instauración -vía acuerdo judicial- de las flagrancias, o el abuso de la prisión preventiva que hoy revienta nuestras cárceles casi tanto como nuestra estampa de país “defensor” de los derechos humanos, son solo ejemplos ilustrativos de tantos otros que se podría invocar.
Este encuadre, sin descontar la ocurrencia legislativa consuetudinaria de penalizar todo aquello que escape a las autoridades administrativas a nivel preventivo y a la sociedad en lo educativo.
Placebo electoral. Tanto manoseo solo se propone convertir el sistema penal en el más efectivo placebo social que conocen los políticos de turno. También está el pésimo fútbol, las elecciones insustanciales y otros circos masivos de similar raigambre, que distraen la atención de lo realmente importante y concentran al ciudadano en el desfile de hormigas, mientras por la espalda se le escapa la estampida de elefantes.
En ese marco, y no en uno de verdadera conciencia republicana, surgen las últimas reformas electorales que, atendiendo al repudio de lo político como sinónimo de corrupción, introducen la amenaza de prisión como disuasor de los personeros de aquellos partidos políticos que no jueguen limpio con su financiamiento y atenten así contra la integridad del sufragio, fuente de toda legitimidad democrática.
Y no es que sea liviano pervertir unas elecciones mediante financiamientos espurios que pueden incluir en su prontuario: lavado de dinero, compra de conciencias, cargos y favores, o en el mejor de los casos, simple plutocracia. No es ese el punto. Desde luego es más grave distorsionar con dinero una elección de interés público que la mayoría de las conductas descritas en las leyes penales especiales.
El problema a resolver, más bien, es si la penalización de tan gravosa conducta sirve a los efectos de prevención especial, es decir, constriñe realmente a los candidatos, tesoreros y presidentes de los partidos políticos, que son los infractores consuetudinarios, a no meter la mano inventándose gastos, ocultando ingresos, o simplemente maquillando reportes para embolsarse cuanto puedan mediante estructuras paralelas.
La falta de especialización en derecho electoral de los fiscales y jueces penales ordinarios les impide entender completamente la propia dinámica del delito electoral e instruir correctamente los procesos, sin exclusiones pero también sin exageraciones populistas o intencionalidades mediáticas, lo que aunado a la escasez de recursos para ampliar con algún éxito la política de persecución criminal y alcanzar a los políticos profesionales y sus cómplices empresarios, así como la complejidad sin par de los delitos económicos y el carácter garantista del proceso penal ordinario, desaconsejan la “fácil” salida por la que se ha optado: penalizar las faltas electorales.
¿Cuántos personeros de partidos políticos han sido condenados? Y no se trata de un regidorcito disminuido de un cantón perdido entre montañas y polvazales, o un alcalde venido a menos, sino de los “meros meros”.
¿Denunciados? Sí, denunciados hay un montón de Liberación y unos cuantos del Libertario y los demás partidos, sin descontar a la Unidad que siempre se ha hecho presente en estos campeonatos de chanfaina y abuso. Pero condenados descontando prisión no hay, pero lo que es más grave, tampoco habrá a como están las cosas.
Y no porque no se cometan faltas con el financiamiento público de los partidos políticos, sino porque todo el diseño institucional e incluso la redacción de cierto articulado, no es otra cosa -y hay que decirlo-, que un seguro de impunidad.
Cabe preguntarse entonces: ¿Acaso no sería mejor, mucho mejor, sancionar administrativamente a los partidos políticos faltantes a la ley electoral e inhabilitar tanto su “marca” como a sus personeros?
Propuesta. El TSE administra un Registro de Partidos Políticos que bien podría servir, no solo para inscribir partidos políticos cuando cumplen los requisitos burocráticos, sino también para desincribirlos temporalmente –según amerite la falta- cada vez que el TSE constate violaciones a las normas de financiamiento electoral.
Ahí si se estaría hablando en serio de prevención especial e incluso general, pues la cancelación de los asientos a un partido político implicaría la muerte para la organización y la marginación para los responsables de semejante descalabro. En pocas palabras, el cierre del negocio.
En política no hay sillas vacías -le he escuchado decir a ciertos políticos criollos de colmillo-, así que independientemente de la capacidad judicial para encerrar a los delincuentes electorales, el problema de fondo subsistirá mientras perduren las ganancias multimillonarias. Simplemente, mientras la motivación supere a la amenaza, se reproducirá el problema.
Sin embargo, es difícil figurarse una campaña electoral sin el PLN o el PUSC participando, y el PAC o el ML insistiendo.
Ese sería el efecto inmediato de suspenderle temporalmente o cancelarle definitivamente –según obligue la proporcionalidad- el asiento a un partido político por parte del TSE.
La otra herramienta realmente útil sería un verdadero sistema de declaraciones juradas que alcance el rastro de los incrementos patrimoniales de todos aquellos que con algún poder de administración, custodia, fiscalización o disposición, decidan meterse en partidos políticos o puestos relevantes de gobierno. Y eso pasa por examinar su patrimonio cuando entran y cuando salen, sin demérito del acceso público que ya va siendo hora se garantice a todo aquel ciudadano que quiera ir un poco más allá y contrastar lo declarado con lo ostentado, tratándose de funcionarios públicos -y en casos judicialmente investigados, incluso de sus familiares-.
Esto daría cabida a interesantísimas investigaciones periodísticas que hoy nos estamos perdiendo, mientras toda esa información descansa bloqueada en una Contraloría que llega tarde o no llega, al amparo de una Asamblea Legislativa que tampoco le demanda responsabilidad personal a los contralores y fiscalizadores por sus omisiones.
*Abogado litigante. pbarahona@ice.co.cr