Me refiero a la aceptación y amor de sí mismo, como algo previo a la aceptación y amor de los demás. No se da lo que no se tiene. Observa A. Baly que “el amor que yo vivo para mí es la medida del amor con que puedo amar a otra persona”.
En la base del amor está la aceptación. El ser humano es presa fácil de estos tres sentimientos que le roban la paz interior y lo inhabilitan para el amor: el afán de poseer, el temor y el rechazo.
Es así: frente a lo que percibe como bueno, el hombre tiende a poseerlo, y sufre por temor a no lograrlo o, si ya lo tiene, por el miedo a perderlo; ante lo que ve como malo, en sí, los demás o lo demás, tiende a rechazarlo y, por rechazado, se le convierte en enemigo y sufre el doble.
El rechazo es lo contrario a la aceptación y al amor. Y se cumple casi inexorablemente que cuando uno se rechaza a sí mismo o algo que tenga que ver con él, rechaza a los demás o a lo que se refiere a ellos. Y, claro, imposible el amor y la buena convivencia en la familia, el trabajo, los grupos o comunidades.
La aceptación de sí mismo, afirma Bernabé Tierno Jiménez, es la “decisión más importante que debe tomar todo ser humano a cada instante, en todas las etapas de su vida, tanto en la infancia como en la ancianidad”. No es fácil, pues se trata de todo un arte, el arte de vivir que solo se aprende viviéndolo, ejercitándose en él.
Ese aceptarse y amarse implica la aceptación de quienes nos han engendrado, el lugar y demás circunstancias en que nacimos; la aceptación de nuestro ser físico y su ulterior desarrollo, con sus posibles deformaciones, su progresivo debilitamiento e inevitable caducidad; la aceptación de nuestro pasado, por muy negro que pueda ser; la aceptación de lo que la vida nos vaya deparando, con los infaltables desengaños, enfermedades, accidentes, achaques de la vejez; la aceptación de la muerte… Hay, pues, que aprender a aceptarse y amarse en todos esos extremos. Lo que, insisto, no es fácil.
Desde la comprensión de nosotros mismos, la aceptación y el amor, vamos a ser capaces de ir al encuentro de los demás para enriquecernos con la mutua comprensión y amor.
El valor fundamental del ser humano es el aceptarse y amarse a sí mismo. Sobre la base de ese aceptarse y amarse está el hacer otro tanto con nuestros semejantes. Está el cumplimiento del antiguo mandamiento que ordena: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18). El “como a ti mismo” es lo primero. No se da lo que no se tiene.
Sigo con el tema, otro día, Dios mediante.