Costa Rica está sumida en una de las crisis de violencia más fuertes en su historia: la inseguridad es pan de todos los días y en nuestras calles cada vez se nota más la agresividad de las personas.
Solo falta estar en una presa, en un estadio o cualquier lugar público para palpar cómo nos hemos convertido en una sociedad intolerante, agresiva y siempre a la defensiva.
Uno de los últimos capítulos de esa intolerancia se dio cuando se registraron agresiones, insultos, empujones y golpes en medio de las negociaciones del Fondo Especial para la Educación Superior (FEES).
La ministra de Educación Anna Katharina Müller denunció haber sido agredida por un grupo de estudiantes con un megáfono en la oreja e incluso acusó que la violentó una turba enardecida.
En tanto, los universitarios aseguraron que la jerarca los provocó y hasta lanzó el primer golpe generando todo un caos a las afueras del Consejo Nacional de Rectores (Conare).
Más allá de dimes y diretes, lo cierto es que cualquier forma de violencia resulta censurable y en ninguna circunstancia se debería justificar ese tipo de actos.
Costa Rica, como país, se construyó desde las diferencias, sin embargo, ha tenido la capacidad de escuchar y, principalmente, dialogar para alcanzar acuerdos comunes.
Por más tensiones, esta situación nos debe llamar a reflexión sobre cómo estamos comportándonos como sociedad, el estado de nuestra educación, el respeto colectivo y, principalmente, la tolerancia que estamos teniendo a nivel nacional.
Este tipo de acciones no pueden acontecer ni una vez más. La violencia que estamos sufriendo en nuestras calles no debe trasladarse a instancias relacionadas con las aulas. El sector educativo, baluarte de nuestro país, no puede verse permeado por situaciones violentas.
No podemos permitir que la sombra del ensañamiento nos supere. No debemos convertir las luchas educativas en campos de guerra.