Al fin cesan los días de lluvia. Sale el sol que falla en calentarnos frente a los vientos fríos de diciembre. Ya se ve a lo lejos el fin de la pandemia, pero permanecen las secuelas de los meses de encierro, el manejar con miedo a las multas, de no olvidar la mascarilla para no perder el bus, de la ansiedad de un despido y la frustración de la reducción de clientes o de salario. Pensamos en las vacaciones que nos merecemos pero que no tenemos, las cuentas para los regalos navideños y desde ya nos imaginamos la “cuesta de enero”.
Mientras madrugamos o trasnochamos para mantener o aumentar los ingresos, o más bien, salimos a buscar el trabajo que perdimos, otros, unos pocos, nos recuerdan que debemos vivir con miedo. ¿Más miedo? Seguimos intentado sobrevivir al nuevo coronavirus y de sobrellevar los estragos personales y familiares que nos ha dejado. Ha sido un año muy duro como para seguir con las malas noticias. ¿Qué más nos toca enfrentar?
Lamentablemente llevamos otra cruz, una pseudorreligiosa, pesada y endilgada. ¿No recuerdan? Nos la ha encaramado la estatolatría, ese culto cuyo dogma predica que existimos para y por el Estado. Si no lo salvamos a él, no nos salvamos a nosotros mismos, nos dicen sus predicadores. Uno de los discípulos de su Iglesia, de toga y apellidado como nuestra carga, cínicamente nos lo recuerda como si fuera una especie de mensaje de Navidad: la solución del déficit fiscal no correrá por cuenta de los empleados públicos. Ese problema del Estado nos amenaza a quienes más bien pagamos impuestos a la fuerza para mantenerlo. ¿Por qué?
El sector público es el responsable del déficit fiscal, que nos quita dinero sistemáticamente para mantenerse y, como no les basta, gastan más de lo que nos arrebatan. ¿Qué culpa tenemos nosotros de eso? Ya nos metieron el paquetazo fiscal del IVA y todavía tienen el descaro de decirnos que les hacen falta más impuestos. Además, nos dicen casi a gritos que se oponen a los recortes en el empleo público, la reducción de sus salarios y eliminación de abusivos privilegios, mientras disfrutan sueldos intactos y puestos inamovibles. “Debiera existir un abordaje más equitativo y que todos contribuyan”, exclama a modo de carcajada.
Por eso, cuando pague el 13% de IVA de los regalos para sus hijos, cuando incluya los gastos de publicidad y materia prima como gastos deducibles en el pago de su impuesto para la renta, cuando revise las deducciones en su colilla de pago, recuerde esta cruz que pesa sobre sus hombros. Usted trabaja para su usted, para su familia y para los funcionarios públicos de “clase media” pero con sueldos millonarios. No es ni justo ni equitativo. Si no le alcanza el dinero, imagínese si recibiera su salario completo o su renta intacta.
No se puede esperar peras del olmo, ni justicia de los injustos. Pero lo que nos recuerda esa cruz, lejos de llenarnos de miedo y preocupación por enfrentar un problema que no es nuestro, es que entre más pesada sea, más nos damos cuenta de ella y de la necesidad de que sea cargada por quien corresponde: aquellos quienes nos la han endilgado. Así que piense, dentro de todas las enseñanzas de este año complicado y doloroso, que, si no existieran los empleados privados, no habría salarios para los públicos.