La humanidad vive una larga vía dolorosa. El Covid-19 nos somete al sufrimiento. Nos atormenta la enfermedad, la muerte se nos hace presente con inusitada inmediatez, nos aflige la separación social, muchas familias ya viven el suplicio de carencias económicas básicas y todos nos acongojamos por lo incierto del futuro.
Ante lo inusitado de esta experiencia, en nuestra pequeñez flaquea la fe. Aunque sea inherente a la propia naturaleza humana y se confirme con cada retroceso en nuestra historia, flaquea la fe en el mañana, en que la humanidad superará las dificultades por grandes que sean.
Hasta la fe trascendente se debilita y se fortalece el miedo. Es natural. Incluso la humanidad de Jesús, el Hijo de Dios, en su pasión sintió abandono y necesitó un cirineo.
Pero, como dice la liturgia católica al invocar la bendición de Dios, “nuestro auxilio es el nombre del Señor”. El cirineo de la humanidad sufriente es el propio Dios. Aun en medio de las catástrofes de la humanidad está presente la Divina Providencia.
Esta Semana Santa en medio de la pandemia revive el milagro, el misterio, el aparente absurdo de un Dios Creador que ama a sus hijos de tal manera que asume la naturaleza humana y sufre la pasión redentora. Y claro, para muchos ha dado paso a una reflexión consoladora: Jesús es nuestro cirineo.
Me lo patentizó una imagen en Internet que me mostró Lorena. Cargando su cruz, un Cristo luce en su pecho el signo de la Cruz Roja.
Jesús es nuestro auxilio y nuestra fortaleza. El amor de Dios es nuestra seguridad.
No se trata de invocar milagros, aunque estoy seguro de que en muchas situaciones concretas se reciben muestras particulares del amor de Dios. No se trata de magia.
Simón de Cirene no relevó a Jesús del peso de la cruz. Le ayudó a cargarla.
El sufrimiento de la pandemia genera miedo. Manifiesta nuestra inmensa debilidad. La ignorancia sobre la enfermedad, sobre sus efectos en nuestra salud y vida, sobre su impacto en nuestro bienestar, sobre la sociedad que aflorará después de su paso nos sumerge en un mundo de incertidumbres que angustia y magnifica el miedo. Y que desdichadamente, si no se controla, puede dar pábulo a la desesperación, a la violencia, a la pérdida de la libertad y la solidaridad en nuestras sociedades.
Pero el Señor siempre está aquí.
La peste del Covid-19 no va a desaparecer al tercer día. No somos Jesús, pero sí hijos de Dios, que nos ama y nos da su gracia. Nos da la fortaleza, la fe, la esperanza que necesitamos para transitar por esta vía dolorosa.
Pasó la Semana Santa, pero sigue el aislamiento, el distanciamiento social que vivimos. Quienes estamos recluidos en el refugio de nuestros hogares aprovechemos este tiempo para la conversación con Dios. Para unir nuestro sentimiento, nuestra reflexión, nuestra vida misma al coro de los creyentes que invoca la Divina Providencia.
Pidamos a Dios que dé paz y consuelo a todos los sufrientes, que fortalezca la fe y la esperanza de todas las personas, que calme nuestras angustias y miedos, que ilumine las mentes de los gobernantes en medio de tanta ignorancia e incertidumbre, que nos una a todos para que participemos solidaria e inteligentemente en la construcción de un mejor mañana.
Fortalezcamos la fe, vivamos con redoblada esperanza. Cristo es nuestro cirineo.