Jesús es la manifestación suprema del amor del Padre. Su encarnación, su vida y enseñanza y, de manera más profunda, su sacrificio redentor en la cruz, son la máxima revelación de ese amor. “En Jesucristo, la manifestación del amor de Dios por la humanidad alcanza su máxima expresión. Él es el rostro visible del Dios invisible, el icono perfecto del Padre celestial que nos ama con un amor eterno e incondicional” (Benedicto XVI, Audiencia General del 12 diciembre 2012).
Este amor, que trasciende los límites de la comprensión humana, constituye la buena nueva que Jesús nos transmitió al proclamar: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3,16).
Las enseñanzas de Jesús, imbuidas de amor, compasión y perdón, al ser adoptadas y practicadas, tienen el potencial de inspirar auténticos movimientos sociales y reformas en busca de la justicia, la equidad y la paz universal. Son un llamado a la acción colectiva, un eco de esperanza que resuena con la promesa de un mundo más fraternal y solidario.
Precisamente, la imagen del Corazón de Jesús, punto de devoción y reflexión cristiana, simboliza para el pueblo católico ese amor y esa misericordia infinita de Dios. Este corazón, descrito en las Escrituras como “manso y humilde” (Cf. Mateo 11, 29), es la representación tangible de la compasión y el cuidado divino.
En él, se refleja la imagen de un Dios que no está distante ni es indiferente a nuestras luchas; al contrario, es un Dios que está cerca, que comprende nuestras debilidades y que está dispuesto a cargar con el peso de nuestras preocupaciones y sufrimientos. El Corazón de Jesús nos recuerda que hay un amor que realiza lo mejor para nosotros, un amor que se alegra con nuestra felicidad y que llora con nuestras penas.
La devoción al Sagrado Corazón nos invita a encontrar refugio y consuelo en la bondad y la ternura de Dios. Es un llamado a confiar en su amor redentor, que se ofrece sin condiciones, y a depositar en Él nuestras esperanzas y temores. Este corazón, que ardió por la justicia y se entregó por amor, es el mismo que nos acoge y nos ofrece un descanso para nuestras almas agobiadas.
Somos llamados a cultivar la humildad, el servicio desinteresado, el amor y sacrificio, siguiendo el ejemplo de Jesús; tal como nos exhorta San Pablo al invitarnos a tener “los mismos sentimientos que Cristo”. Esta invitación a imitar a Cristo implica reflejar en nuestras vidas las virtudes y actitudes que él demostró ante todos.
Supliquemos la gracia de amar según el amor de Dios, aspirando a que nuestro corazón se moldee gradualmente en paciencia, generosidad y misericordia, reflejando así la esencia del Corazón de Jesús.