Escribo esta columna con las lágrimas del alma que brotan ante la muerte de tanto inocente en Ucrania, en Israel y Palestina, en Somalia, y también en nuestras ciudades y aldeas.
Escribo también con la angustia que produce la dificultad tan grande de poner fin a esas muertes de niñas y niños, de jóvenes civiles y militares, y de personas que nada tienen que ver con los conflictos ni con el crimen organizado.
Escribo también con la frustración que provoca el predominio del mal. El mal que se da en la injustificada invasión de Putin a Ucrania que busca conquistar y someter a un pueblo valiente que es independiente. En el mal presente en el sangriento e inmisericorde ataque de Hamás a Israel que busca provocar represalias sangrientas contra su propio pueblo. El mal que impera en la guerra fratricida en Somalia que en Darfur se torna genocida. En el mal que recluta a jovencitos para tornarlos sicarios para enriquecer a unos pocos jefes mafiosos desalmados.
Es el mal que, desde el relato del asesinato de Abel por Caín, está en el corazón de todos, y que 20 siglos después de la prédica, pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús no hemos podido erradicar.
Pero escribo también con fe y esperanza. El cristianismo no ha logrado erradicar el mal. Pero ha sembrado la conciencia de que somos hijos amados de Dios, creados por Él por amor y para el amor. Personas todas a quienes Jesús nos dio el mandamiento de amarnos unos a otros como Él nos ama.
Esa conciencia de las ventajas del amor frente al odio radica también en la esencia de otras religiones y culturas e incluso en una visión racional de las ventajas de la colaboración entre todas las personas para lograr mayor felicidad en sus vidas y se deduce también en una ética basada en la libertad de todos. La fraternidad que surge de esos valores debe acallar la violencia.
Es hora de que haya paz en Ucrania y respeto a su soberanía. La paz ha de llegar. Que llegue ya y acabe la guerra.
La paz ha de llegar a Israel, a Cisjordania, a Gaza. Que llegue ya, acabe la invasión a Gaza, y se negocie la solución de la coexistencia de los dos Estados, Israel y Palestina, que debió haberse establecido desde 1947 y que estuvo a punto de darse en los noventa.
¿Por qué dos ejércitos de una misma nación deben matarse entre sí? ¿Por qué uno de esos ejércitos debe tratar de eliminar la existencia de un de los grupos tribales del territorio de Somalia? A la larga siempre resurgirá el vencido con sed de sobrevivencia y de venganza y no habrá paz.
Sé que muchos estimados lectores estarán pensando que soy un gran iluso.
Si ser optimista en el avance de la civilización y en el triunfo del bien es ser iluso, me declaro un gran iluso.
Pero, claro, conozco las dificultades de alcanzar la paz en esos sangrientos conflictos.
Putin quiere conquistar y asegurarse de que Occidente no sea una amenaza para su existencia. Ucrania tiene que defenderse. Hamás y otros grupos terroristas quieren la destrucción de Israel y los israelitas quieren vivir seguros en su territorio. Dos ejércitos en Somalia quieren ser cada uno el único que detente el poder.
Eso es cierto. Pero en cada caso una solución verdadera no se puede dar sino por negociaciones que alcancen la paz. Mejor ahora que cuando haya más inocentes muertos.
El caso de la sangre que se derrama en nuestro territorio es diferente. Acá hay un gobierno y un pueblo que juntos debemos tomar las medidas preventivas, de represión y de reinserción social que nos permitan vencer al crimen organizado.
Es nuestra tarea y nuestra obligación. Es difícil, pero es nuestra la responsabilidad.