Esta crisis del Poder Judicial en el caso del llamado “Cementazo” no es nueva ni es la primera. En 1987, con la venida del entonces poderoso narcotraficante Caro Quintero, el decomiso de su agenda telefónica por parte del OIJ y la posterior instalación de la primera comisión especial investigadora del narcotráfico en Costa Rica, salieron a luz vínculos funestos de la alta magistratura. Entonces, al magistrado Jesús Ramírez Quirós, pariente del expresidente Oduber, fue vinculado con uno de los jefes del OIJ quien a su vez tuvo contactos con el malogrado narcotraficante. El Poder Judicial se vio entonces envuelto en una crisis de credibilidad lo que motivó que el expresidente Arias Sánchez designara una comisión de notables, de la que tuve el privilegio de ser su secretario, con el fin de que estudiara todos aquellos proyectos de ley que durante décadas el Poder Judicial había sometido a conocimiento del Parlamento y que nunca tuvieron la suerte de convertirse en ley. Del laborioso trabajo de esa comisión se emitieron la Ley de Creación de la Sala Constitucional, importantes reformas a la Ley Orgánica del Poder Judicial, una nueva ley de Carrera Judicial y la creación del Consejo Superior del Poder Judicial, ley esta última cuya previa redacción me correspondió en su casi totalidad. Se quiso entonces refrescar estructuralmente al Poder Judicial y darle nuevas herramientas para su fortalecimiento. Lamentablemente, ayer como hoy, no se abordó el verdadero problema: a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y de lo que ha corrido del presente, los costarricenses hemos creado un monstruo. Hemos creado un poder en el que confluyen innúmeras funciones que no le son propias. Con la falsa creencia de que cuando queremos crear una institución que esté a salvo de la corrupción es ese poder el llamado a albergarla. Así, tenemos hoy un Poder Judicial que acusa (Ministerio Público) defiende (Defensa Pública), prepara la prueba (Organismo de Investigación Judicial) y, de último juzga, única función, esta última, que le asigna la Constitución. Como si fuera poco, además nombra a los magistrados del Tribunal Supremo de Elecciones. El resultado en su más transparente representación nos lo ha enseñado el caso del cementazo: Un jefe del Ministerio Público que omite investigar y solicitar prueba o como ha señalado el exmagistrado José Manuel Arroyo, que todo lo desestimaba (con su participación directa o de sus subalternos). Un magistrado presidente de las Sala Tercera que con absoluta complacencia y como magistrado instructor propone a sus compañeros acoger la solicitud de desestimación de un caso contra un par de diputados y un político asesor parlamentario. En otras palabras, quien tiene que acusar, no acusa, quien tiene que recabar prueba, no recaba y quien tiene que controlar judicialmente esas decisiones, no lo hace. En un acto final absolutamente funesto, aquel magistrado presidente, luego deviene presidente de la Corte y, ante la presión de los medios y del propio y valiente director del OIJ pide al Tribunal de la Inspección Judicial que investigue al fiscal general de la República porque le ocultó prueba. Posteriormente, el espectáculo avanza. En su comparecencia ante la Comisión Legislativa que conoce del caso (19 de octubre de 2017), el fiscal Ricky González afirma que el famoso informe de las llamadas por las que se pidió investigar al fiscal general, estaban agregadas al expediente. Se compromete aún más al alma de la toga. El presidente de la Corte, ¿Fingió que el informe se lo ocultó el fiscal para acallar a los medios y a la opinión pública? ¿Acaso la desestimación del caso se decidió, de previo y al margen de las pruebas y del propio expediente? Ese mismo magistrado, presidiendo el Consejo Superior del Poder Judicial, denegó la solicitud de la comisión legislativa del caso para que se les facilitara personal del OIJ que ayudara al análisis de la prueba recabada, alegando intromisión o independencia de poderes, haciendo añicos una vieja tradición de ayuda judicial a otros órganos, prevista expresamente en el artículo 44 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. La credibilidad el magistrado Chinchilla, que incluso ha concurrido con su voto para evitar el despido o suspensión de su exesposa y que la integró a su grupo de trabajo (según denuncia del señor Eli Feinzaig, en La Nación de 27 de octubre de 2017) no puede más que reivindicarse con un acto de altura moral, dejando la silla que ocupa. Esta situación de crisis no se resuelva quitando al fiscal o destituyendo a un par de magistrados. Lo que a mi juicio esta crisis revela, es que le hemos dado excesivo poder a uno de los órganos del Estado. El poder no se controla concentrándolo sino, “quebrándolo” como ha señalado Agustín Gordillo. Es tiempo de que las grandes reformas que necesita el Poder Judicial no sean judiciales y gestadas desde dentro, como pretende un reciente acuerdo de Corte Plena, casi risible (¡los hijos del sistema sólo quieren maquillarlo para seguir disfrutándolo!). Bien haría el presidente de la República en nombrar una comisión de juristas que le entre al tema y proponga soluciones, con el compromiso político de llevarlas adelante, como en su momento lo hizo el gobierno Arias Sánchez. Debe revisarse el gobierno judicial que hoy ejerce un muy limitado Consejo Superior del Poder Judicial, la forma de nombrar magistrados, la pertenencia del Ministerio Público a ese poder y el nombramiento de su fiscal al igual que con el OIJ y la defensa pública, temas que no puedo ahondar en el breve espacio que me facilita este diario
*Abogado litigante