En “El miedo a la libertad”, el psicólogo Erich Fromm desnudó la personalidad y mentalidad del autoritario, en sus dos formas: la del sumiso y la del sádico dominante. Veamos cuál es esta mentalidad.
El principal método para evadir la libertad es abandonar la independencia del yo individual, para fundirse con algo o alguien exterior a uno mismo y adquirir la fuerza de la cual el yo individual carece. Y la forma más común de este método de evasión es la tendencia hacia la sumisión y la dominación.
Las manifestaciones más frecuentes de las tendencias sumisas son los sentimientos de inferioridad, impotencia e insignificancia individual. Los sumisos exhiben una marcada dependencia con respecto a otras personas o instituciones. No hacen lo que quieren y se someten a las órdenes de esas fuerzas exteriores.
En el carácter autoritario suelen verse, además de tendencias sumisas, otras opuestas, de carácter sádico; las que buscan humillar, colocar a otros en situaciones incómodas, dominar. En el autoritario sumiso el deseo de someterse a un poder abrumador y de aniquilar su propio yo coexiste con el deseo de ejercer dominio sobre quien carece de poder. Como se le repite continuamente que el individuo no es nada, debe aceptar su insignificancia personal, disolverse en el seno de un poder superior y luego sentirse orgulloso de participar de la gloria y fuerza de tal poder.
Las tendencias sumisas son más toleradas que las sádicas, que son en general más disfrazadas. A menudo las tendencias sádicas se expresan como una exagerada preocupación por los demás o como un “yo te mando porque sé lo que te conviene y deberías obedecerme”.
Es obvio que el sumiso es dependiente. Pero el sádico también lo es porque necesita de alguien a quien dominar. Sus propios sentimientos de fuerza se arraigan en el hecho de que él domina a alguien.
Un individuo piensa y trabaja solo, pero no puede robar, explotar, gobernar… solo. El robo, la explotación y el gobierno presuponen la existencia de víctimas. Implican dependencia. Quien gobierna a las personas existe, enteramente, a costa de los demás. Su fin está en sus súbditos, en la actividad de dominar. Es tan dependiente como el mendigo y el bandido.
Para el autoritario la peor ofensa es rebelarse contra el mandato de la autoridad. La desobediencia es el pecado capital y la obediencia, la virtud cardinal. La obediencia implica aceptar el poder y la sabiduría superior que posee “la autoridad”: su “derecho” a mandar y castigar según sus propios decretos.
El deseo del político de liderar o dominar casi siempre lo retrata como un megalómano insincero que busca el poder a toda costa y que evita tener que lidiar con los rigores de la vida diaria que el resto de la población debe enfrentar. Pero es la impotencia la que suele originar el impulso sádico hacia la dominación.
El deseo de mandar es esencialmente un deseo bárbaro, salvaje. No puede ser otra cosa porque implica usar la fuerza si es necesaria para lograr la obediencia. Detrás del “debe hacer esto” se esconde un “si no lo hace, lo obligaré”. Mandar es violencia latente.
El problema con el poder, como escribió James Wilson, es que “pone a personas ordinarias frente a tentaciones extraordinarias”. De manera similar, pocos reconocieron los peligros del poder político como Lord Acton. Él entendía que los gobernantes ponen sus propios intereses por encima de otros y hacen casi cualquier cosa para mantenerse en el poder. Rutinariamente mienten, confiscan propiedad privada y hasta marcan a multitudes para que sean masacradas. Acton declaraba que el poder político es una fuente del mal, no de la redención.
También tomemos nota de lo que dijo Algernon Sidney: “Nada puede ser más absurdo que decir que un hombre tiene el poder absoluto para gobernar según su voluntad, por el bien de la población y la conservación de su libertad, porque ninguna libertad puede subsistir donde existe tal poder”.
Un rasgo del autoritario soberbio -del líder arrogante- es su temor al ridículo. No hay nada peor para aquel que va por la vida exhibiendo su poder que pisar una cáscara de banano e irse de narices al suelo. El autoritario quiere que se le tema y acepta que se lo odie, pero detesta que se rían a su costa. Por ello un buen consejo es burlarse siempre del soberbio charlatán autoritario, ridiculizarlo, instarlo a que abandone sus engaños y demagogia y vaya a ganarse la vida honradamente, dejándonos en paz.
*Escritor