La decisión del Ministerio de Justicia y Paz de suspender el funcionamiento de las pulperías en las cárceles, conocidas como “comisariatos”, representa un golpe certero contra las redes de poder y corrupción que históricamente han operado en el sistema carcelario.
Las declaraciones del ministro Gerald Campos revelan una realidad preocupante: estos espacios no eran simples tiendas, sino verdaderos centros de operación del crimen organizado.
Con ingresos que podían alcanzar los ¢500 millones, estos establecimientos se habían convertido en instrumentos de extorsión, control y comercio ilegal que amenazaban la seguridad tanto al interior como al exterior de los penales.
Reportes de ganancias de más de ¢1 millón diarios en estas pulperías clandestinas no pueden ser avalados, más aún cuando hay gastos de recursos públicos que no se justifican en la operatividad de estos puntos.
Las “pulperías” revelaban múltiples irregularidades: operaban sin permisos municipales, carecían de patentes comerciales, no pagaban servicios básicos como electricidad, servían como canales para la compra de drogas y generaban grupos de poder que amenazaban a otros privados de libertad.
La valentía de este Gobierno radica precisamente en romper un paradigma histórico. Tal como el propio Campos señaló, es la primera vez que una administración se atreve a detener estas actividades, que sistemáticamente han sido toleradas bajo el manto de una falsa normalidad.
El argumento de que estas acciones vulneran los derechos de los privados de libertad no solo es falaz, sino también peligroso.
Un principio de dignidad no puede significar permitir que al interior de los centros penitenciarios se reproduzcan las mismas dinámicas criminales que originalmente llevaron a estos individuos a la cárcel.
La decisión va más allá de cerrar simples pulperías. Se trata de desarticular estructuras de poder, interrumpir canales de financiamiento del crimen y recuperar el control real de los espacios destinados a la rehabilitación.
La respuesta contundente del presidente Rodrigo Chaves, enfrentando incluso amenazas de muerte, demuestra que existe una voluntad política seria para transformar el sistema penitenciario.
No se trata de una medida improvisada, sino de una estrategia calculada para recuperar la gobernabilidad en los penales.
Es crucial que la sociedad costarricense respalde estas acciones. No debemos seguir permitiendo que en nuestras cárceles se reproduzcan microeconomías delictivas que socavan cualquier posibilidad real de reinserción social.
La institucionalidad debe mantenerse firme. Los intentos de judicializar esta decisión, como el cuestionable fallo del juez Wilbert Granados, no deben ser más que un ruido momentáneo en el camino hacia la transparencia y el orden.