La repatriación de piezas arqueológicas ha sido un tema difícil de abordar, sin embargo, cada día hay mayor consciencia acerca de la necesidad de devolver a los pueblos originarios la herencia cultural que, por distintas razones, fue llevada ilegalmente a museos y colecciones privadas.
En Costa Rica, desde 1986 se han logrado recuperar cientos de diferentes países de Europa, Estados Unidos y Costa Rica. El lote más reciente fue de 395, hechas de piedra y cerámica.
Metates, esculturas, adornos de jade, vasijas policromas, figuras antropomorfas y de animales, así como herramientas de épocas precolombinas fueron recuperadas.
Muchas se encontraban en sedes diplomáticas a donde habían sido devueltas, unas por sus propietarios y otras por autoridades de los Estados Unidos tras su decomiso.
La repatriación de estas piezas debe llenarnos de alegría, pues significa recuperar parte de nuestra identidad, cultura, raíces. Al hacerlo no solo honramos a nuestros antepasados, reconocemos nuestro origen como pueblo y cimentamos nuestra nacionalidad.
Esta labor de las autoridades debe ser reconocida y divulgada, pues de poco sirve su esfuerzo si nosotros los ciudadanos no damos valor a ese pasado que encierran las vasijas y piedras labradas.
No hace mucho, el Consejo Nacional de Vialidad encontró más de 1.000 piezas cerca del río Danta en Pococí y me alegro que a la par de la arqueóloga, María Gabriela Zeledón, 17 personas, la mayoría mujeres de la comunidad se incorporaron al rescate, pues son ellas las que se encargarán de trasmitir a su comunidad el hallazgo y el orgullo que sienten por su patrimonio.
Imaginen esos collares, colgantes, figuras de fauna de la zona atlántica, así como herramientas y vasijas en hermosas vitrinas, causando la admiración de propios y extraños.
Sé que es difícil, pero sería ideal que ahí pudiéramos construir un museo de sitio que mostrara este tesoro arqueológico que pertenece a la comunidad, un espacio que se podría convertir en un atractivo turístico, pero sobre todo un proyecto que permitiría impulsar el rescate cultural de esa zona para que las nuevas generaciones no pierdan el vínculo con su pasado, lo respeten y adquieran el conocimiento para proteger futuros hallazgos.
Hace pocos días me llamo la atención una crónica sobre la repatriación de un monumento de piedra de 1.80 metros de altura que había sido robado hace más de 60 años a México, concretamente a una comunidad del Estado de Morelos. La gigantesca piedra labrada fue cortada en 21 pedazos para poderla transportar a los Estados Unidos.
Bautizada por los arqueólogos americanos como El Monstruo de la Tierra, fue exhibida en museos como el Metropolitan y el de Chicago.
Esto fue un triunfo para los arqueólogos y las autoridades que lo persiguieron por años hasta que El Portal del Inframundo regresó a su lugar de origen, Chalcatzingo.
Ahí fue recibido recientemente por los todos los habitantes de la comunidad, las autoridades municipales y los personeros del Instituto Nacional de Antropología. Cientos de personas a la usanza del lugar lucieron sus trajes originales, vistieron las calles con flores, entonaron canciones y danzaron bailes tradicionales.
Una mujer al frente del desfile, cargaba un sahumerio con el que iba purificando el camino por el que pasaría el portal, que desde tiempos ancestrales había conducido a los habitantes del lugar al inframundo.
Viejos y jóvenes, hombres y mujeres, todos participaron.
Y ¿los niños?, ellos recibieron cada uno un cuento, escrito para esta ocasión, en el que el Portal les contaba, en primera persona, su odisea para que nunca la olviden, la sientan suya, sea parte de su vida y su cultura, pero especialmente la cuiden, la protejan y la entreguen a las futuras generaciones.
Un pueblo sin apego a su pasado es como un árbol sin raíces condenado a morir. Los hallazgos y las repatriaciones las debemos celebrar, compartir y conocer, pero sobre todo enorgullecernos de nuestros antepasados, de su legado y su cultura que dan sustento y origen a nuestra nacionalidad.