La historia del descalabro financiero de Aldesa sigue siendo una herida abierta en la sociedad costarricense, no solo por la magnitud del daño económico que provocó a miles de ahorrantes, sino por la exasperante lentitud con que se mueve la maquinaria judicial para hacer justicia en una de las situaciones más escandalosas de nuestra historia financiera.
Las recientes declaraciones del superintendente general de Valores, Tomás Soley, defendiendo la gestión de la Sugeval en este caso contrastan dramáticamente con la cruda realidad: más de $250 millones se esfumaron en una trama que, según el mismo regulador, involucró falsificación de datos y estructuras paralelas de negocio. La pregunta inevitable es: ¿cómo fue posible que durante tanto tiempo estas irregularidades pasaran desapercibidas ante los ojos del ente supervisor?
La justificación de Soley, argumentando que existía una “estructura paralela” y una “oferta pública no autorizada”, parece más una confesión de las debilidades del sistema de supervisión que una aclaración satisfactoria. Si bien es cierto la falsificación de información puede dificultar la labor de control, pero los sistemas de vigilancia deberían ser lo suficientemente robustos para detectar anomalías de esta magnitud antes de que se conviertan en una catástrofe financiera.
El presidente Rodrigo Chaves ha sido particularmente incisivo al señalar este caso como un ejemplo de impunidad en Costa Rica. Y no le falta razón. Es difícil explicar que a estas alturas todavía estamos esperando una audiencia preliminar programada para finales de 2025, mientras los afectados ven erosionarse sus esperanzas de recuperar sus ahorros con el paso del tiempo.
Más preocupante aún resulta el hecho de que seis funcionarios de la Sugeval hayan optado por pagar multas superiores a los ¢2 millones para evitar un juicio por incumplimiento de deberes. Dicha solución administrativa, aunque legal, deja un sabor amargo en términos de rendición de cuentas y responsabilidad pública.
La propuesta de Soley de fortalecer las capacidades de la Superintendencia para vetar a directivos y ejercer un control más estricto sobre las juntas suena razonable, pero llega tarde para los miles de perjudicados por el caso Aldesa. Es como cerrar el establo después de que el caballo se ha escapado.
El sistema judicial costarricense tiene una deuda pendiente con estas personas. La demora en la resolución judicial no solo va en detrimento de las víctimas directas del fraude, sino que erosiona la confianza en nuestras instituciones financieras y en la capacidad del Estado para proteger los intereses de los ahorrantes.
La lección que nos deja el caso Aldesa va más allá de la necesidad de fortalecer los controles financieros. Nos enseña que la justicia tardía es, en muchos aspectos, una forma de injusticia. Mientras este hecho se arrastra por los pasillos judiciales, 23 sospechosos de estafa e infracción a la Ley Orgánica del Banco Central continúan en un limbo que parece no tener fin.
Es momento de que nuestro sistema judicial demuestre que puede estar a la altura de las circunstancias. Los costarricenses merecemos un sistema financiero más robusto y mejor supervisado, así como una justicia que responda con la celeridad que demandan situaciones de esta magnitud. La confianza en nuestras entidades está en juego y cada día que pasa sin una resolución definitiva esta se deteriora más.