Después de la especial celebración de la Navidad en Greccio, Francisco recorre los eremitorios de Poggio Bustone, el de Foresta donde, según testimonios no fidedignos, escribe el Cántico del hermano Sol, Fonte Colombo, lugar de combate y agonía, San Urbano que, en palabras del Padre Larrañaga, “supera toda fantasía…” Y es el mismo biógrafo el que sintetiza que “bajaba de los eremitorios y, caminando dificultosamente, se presentaba en la plaza de las aldeas. Era tanta su aureola que los pueblos se despoblaban en un instante y todos sus habitantes concurrían a la plaza. Les hablaba con voz débil y cálido acento de Pobreza, Paz y Amor. Al final les explicaba la Pasión del Señor con acentos tan apasionados, que el público se retiraba a sus casas –así sucedía siempre- en silencio y con lágrimas. Preguntaba por los leprosos. Si los había, los cuidaba con el cariño maternal de los primeros tiempos”.
A todo esto, los hermanos notan que arrecian las enfermedades, y Francisco ni siquiera se puede mover. Deciden llevarlo a la choza de la Porciúncula. Aquí permanece el día atendido por quienes, nota el Padre Larrañaga, “parecían viejos combatientes cuidando a un herido de guerra”, los leales compañeros León, Maseo, Ángel y Rufino. Incapaces de aliviarlo realmente, se limitan a estar a su lado. Fray Maseo le insinúa la lectura y explicación de la Escritura, a lo que Francisco en tono humilde y débil voz responde: “No; no hace falta. Conozco a Cristo Pobre y Crucificado, y eso me basta. Advierte el Padre Larrañaga que “al pronunciar estas palabras, los músculos de su rostro, contraídos por el dolor, se relajaron casi al instante, y una profunda serenidad cubrió todo su ser. Estas palabras eran la síntesis de su ideal y una declaración de principios”.
Pensando en darle aún más alivio, Fray León le mueve a que también piense en Cristo Resucitado. A lo que el Hermano responde, en palabras del Padre Larrañaga, “los que no saben del Crucificado, nada saben del Resucitado. Los que no hablan del Crucificado, tampoco pueden hablar del Resucitado. Los que no pasan por el Viernes Santo, nunca llegaran al Domingo de Resurrección”. En esto, Francisco se incorpora casi sin esfuerzo ante los hermanos que lo contemplan asustados, y añade: “Hermano León, escribe: No hay altura más alta que la cumbre del Calvario. Ni siquiera le supera la cumbre de la Resurrección. Mejor, las dos son una misma cumbre”.
Y concluye: “Hermano León, ya celebré la noche de Getsemaní. Pasé también por los escenarios de Anás, Caifás y Herodes. He recorrido toda la Vía Dolorosa. Para la consumación completa sólo me resta escalar la pendiente del Calvario. Después del Calvario ya no queda nada. Ahí mismo nace la Resurrección”.
Presagiando que en lo alto de la “solitaria, inhumana y sacrosanta montaña” del Alvernia pueden suceder “cosas importantes”, el Hermano se dirige hacia allá en pleno verano, a mediados de julio, con León, Ángel, Rufino y Maseo. Ante la imposibilidad de seguir caminando por sus propios medios, piden un asno. El arriero, al enterarse de que se trata de alguien ya tenido por santo, accede: “Será para mí un honor transportar una carga tan sagrada, vámonos”.
Aquí queda la aventura. Seguimos otro día, Dios mediante.