En un mundo cada vez más consciente de la crisis ambiental, Costa Rica se encuentra en una encrucijada: no solo se trata de fomentar iniciativas como la prohibición de los plásticos de un solo uso, sino de la necesidad de educar a las nuevas generaciones sobre la importancia del reciclaje y el cuidado del medioambiente.
La lucha contra la contaminación plástica no es solo una cuestión de política ambiental, sino un imperativo moral y económico que define el futuro del planeta y la calidad de vida de sus habitantes.
Los plásticos de un solo uso, como las bolsas, los utensilios y las botellas desechables, han revolucionado nuestras vidas con su conveniencia y bajo costo. Sin embargo, esta comodidad ha tenido un precio devastador. Cada año, millones de toneladas de plásticos terminan en los océanos, ríos y paisajes, donde afectan la vida marina, contaminan fuentes de agua y contribuyen a la acumulación de microplásticos en la cadena alimentaria. La degradación de estos materiales puede tardar siglos, durante los cuales continúan liberando sustancias tóxicas que afectan tanto a los ecosistemas como a la salud humana.
Costa Rica, conocida por su compromiso con la sostenibilidad y la protección de sus recursos naturales, ha dado pasos significativos en la dirección correcta al implementar leyes que prohíben ciertos plásticos de un solo uso.
Por ejemplo, desde este martes quedó terminantemente prohibido importar botellas plásticas de un solo uso, en acatamiento a la “Ley para combatir la contaminación por plástico y proteger el ambiente”, No. 9786, aprobada en noviembre de 2019.
Asimismo, ahora por ley se impide vender y regalar pajillas plásticas de un solo uso en todo el país, ya que se cumplió el año de aprobado el reglamento, plazo establecido en el transitorio único de la norma.
De esta forma, Costa Rica empieza por fin a aplicar la legislación que busca reducir el consumo de plásticos en territorio nacional, con el objetivo de disminuir la huella de carbono y el impacto en el medioambiente.
Estas medidas son cruciales, pero por sí solas insuficientes para enfrentar la magnitud del problema. La prohibición debe ir acompañada de un cambio cultural profundo, que empiece desde la base: la educación.
Aquí es donde entra el papel fundamental de la educación ambiental. Los niños son los ciudadanos del futuro, y es esencial que crezcan con una comprensión sólida sobre la importancia del reciclaje, la reducción de desechos y la conservación del medio ambiente. La educación ambiental debe ser un componente integral del currículo escolar, no solo como una asignatura aislada, sino como un enfoque transversal que influencie todas las áreas del aprendizaje.
Los programas educativos deben enfocarse en tres áreas clave: la conciencia sobre el impacto ambiental del plástico, la promoción de prácticas de reciclaje y la adopción de hábitos sostenibles. Los estudiantes deben aprender desde una edad temprana a reconocer los plásticos de un solo uso y a comprender las consecuencias de su utilización desmedida. También se requiere capacitarlos en la separación adecuada de los residuos y en el reciclaje efectivo, para así distinguir entre materiales reciclables y no reciclables.
Más allá de la teoría, las actividades prácticas son fundamentales. Las visitas a centros de reciclaje, la participación en proyectos comunitarios de limpieza y el fomento de iniciativas escolares ecológicas pueden transformar el conocimiento en acción. Estas experiencias no solo refuerzan el aprendizaje, sino que también fomentan un sentido de responsabilidad y pertenencia hacia el medioambiente.
Es crucial que el esfuerzo educativo se extienda más allá de las aulas. Las familias y las comunidades desempeñan un papel vital en la formación de comportamientos responsables. Las campañas de sensibilización dirigidas tanto a padres como a cuidadores pueden complementar los esfuerzos escolares y asegurar que los mensajes sobre sostenibilidad y reciclaje lleguen a todos los rincones de la sociedad.