Tengo ante mis ojos la ilustración que bien podría estar acompañada del título de este escrito: una niña pequeña vuela en el aire buscando los brazos abiertos de alguien que ha de recogerla. Su rostro refleja al mismo tiempo angustia y confianza. Angustia por sostenerse en el vacío, y confianza por estar por ser acogida en los brazos abiertos de alguien que le ofrece seguridad.
Es parte de la existencia humana: cada uno de nosotros navega en busca de un puerto seguro entre los miedos y las confianzas que se alternan sucesivamente por ratos y según los casos, aunque lo común es que se den al mismo tiempo. La angustia nos indica peligros reales y suscita al mismo tiempo las alertas y las fuerzas necesarias para hacer frente al peligro, lo que nos señala también e invita a aceptar nuestras limitaciones y necesidades.
Hay angustias que nos remiten a la realidad de nuestra condición humana, de la que forman parte, por ejemplo, la enfermedad y la muerte que hay que superar desde lo interior de nuestro yo, el que sobrevive a esas realidades. En todos estos casos las angustias tienen su razón de ser, su justificación.
Y la tienen también las angustias que podríamos catalogar como sociales, y más en nuestro tiempo en que todo está globalizado y conocido casi al instante: el futuro del mundo, la persistencia de las guerras y los miedos que provocan, el creciente poder del crimen organizado, el progresivo envejecimiento de la población, dentro del continuo deterioro del medio ambiente…
Esas angustias, lejos de sernos paralizantes, nos han de impulsar a unir nuestras fuerzas para afrontar esas tendencias negativas en la lucha por el bien común del planeta.
Ahora bien, en esa lucha no podemos dejarnos llevar solo del miedo, pues, como lo afirma Anselm Grün, “al fin y al cabo, necesitamos la confianza en que el bien es más fuerte que el mal, en que el mundo está en manos de Dios a pesar de las posibilidades de destrucción del poder humano, a pesar de todos los peligros”. Y concluye: “La angustia sola es mala consejera. Puede movilizar fuerzas, pero necesita que la confianza la oriente en la buena dirección”. Y es que la confianza necesita acompañarse de una debida valoración de las personas y las situaciones. La confianza en todo caso, y como actitud fundamental, es absolutamente necesaria en la convivencia de los humanos. En todo caso, siempre queda el recurrir a Dios en el que siempre y en todo se puede confiar.