La presidenta Chinchilla en su afán por limpiar su debilitada imagen y movida esta vez, por la contundencia de los hechos que pusieron en riesgo su seguridad, no solamente acabó con sus más fieles seguidores, sino que también se expone una vez más al repudio y a la sanción creciente del pueblo que la escogió como gobernante. Como resultado de ello, hoy más que nunca está sola y el pueblo se siente burlado. Sectores de la oposición e incluso de su mismo partido, continúan exigiendo y reclamándole aún después de tomadas las medidas. Para muchos no es suficiente la salida del ministro de Comunicaciones, del comisionado Antidrogas y de su asistente personal. Más aún, por primera vez algunas voces convergen en una petición de destitución de la Presidenta y pareciera dibujarse un escenario político marcado por una creciente demanda de explicaciones. Las dudas y vacíos que se ciernen sobre lo acaecido, sobrepasan en mucho las medidas y explicaciones dadas.
En lo técnico, así como en el ámbito político y social es posible derivar un sinnúmero de lecciones aprendidas, pero subsiste una lección en el plano ético poco explorada: esta es, la pérdida absoluta de una cultura de la vergüenza, cuyo protagonista principal ha sido la clase política costarricense.
A falta de una cultura de la vergüenza, de un tiempo para acá nuestros gobernantes y gran variedad de políticos se han vuelto incapaces de pedir disculpas. Una vez llegados a puestos de autoridad, olvidaron que el poder les fue conferido por el soberano –el pueblo- y que éste tiene la potestad de quitárselos. Una cultura de la vergüenza provoca un sentido de responsabilidad frente a su propia nación y su propia sociedad. Esa vergüenza por nuestras actuaciones (trasmitida por nuestros abuelos y abuelas) contribuyó en el pasado a forjar una identidad costarricense de la que ya casi no queda nada. Cuando se carece de este sentido, nos tornamos permisivos, las normas se vuelven relativas y resulta muy fácil endilgar siempre a otros la culpa. Peor aún, en nombre de un conjunto de valores, a menudo el ropaje del poder tiene la capacidad de pintar el paraíso más feliz allí donde el dolor, la exclusión social y la torpeza constituyen el pan de cada día.
Las diversas explicaciones dadas por la Presidenta a los yerros del gobierno que ella dirige, ante escándalos públicos como “la platina”, “la trocha”, “el caso OAS” y más recientemente el caso del uso del avión vinculado a una empresa cuestionada por lavado de capitales, dejan el sinsabor de la burla ante el pueblo. Y es que, las medidas técnicas tomadas –aunque tardías y reiterativas en ingenuidad y torpeza- no logran convencer. La vergüenza –desde el plano ético- significa buena conciencia. En una cultura de la vergüenza, las normas se transforman en obligatorias y absolutas para todos, de ahí que reconocer los errores y pedir disculpas constituye un ingrediente unificador de la sociedad. Pero ello exige una profunda dosis de humildad.
Si la vergüenza es el comienzo de la virtud, aceptar la propia responsabilidad tanto por las palabras como por las decisiones y hechos, es asunto de nobleza.
El pueblo de Costa Rica quería escuchar de su Presidenta la frase “me equivoqué”. En otras latitudes muchos gobernantes y jefes lo han hecho en contextos que les son propios. En Costa Rica en cambio, el país que se vende internacionalmente con la imagen de la felicidad, los equivocados son otros, aun cuando estos sean los servidores de confianza designados por la Presidenta. El pueblo costarricense – el soberano- es noble y generoso; habría sabido valorar un acto tan honesto como pedir una disculpa sincera. Sin este ingrediente, sin una disculpa que contribuya a reivindicar la cultura de la vergüenza, la deuda de la señora Chinchilla se acrecienta. Aun cuando termine su mandato en una mera función administrativa, inaugurando puentes y caminos, su gestión acabará siendo una anécdota caracterizada por muchas actividades y escasos resultados.
* Sociólogo