La Semana Santa que acabamos de vivir nos recuerda la extraordinaria paradoja de Dios que quiere demostrarnos Su amor. Jesús, “…siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.” (San Pablo Filipenses 2, 6-8)
Esa extraordinaria e incomprensible historia de amor inicia con la encarnación en un Niñito en el pesebre de Belén, y culmina con la elevación en la cruz. El sacerdote franciscano Fray Richard Rohr nos dice: “(El himno de San Pablo en Efesios 2) brillantemente conecta los dos misterios en un movimiento descendente, descendente hasta lo más profundo. Jesús significa la solidaridad total e incluso el amor de Dios con la condición humana, como diciendo: ‘nada humano me es aborrecible’. Dios escoge descender, en contraposición casi total a nuestra humanidad que trata siempre de ascender, de alcanzar, de realizar, de probarse a sí misma”.
Esta Semana Santa convivimos ese misterio de amor con la cruel guerra que Putin ha lanzado contra Ucrania. Una guerra inmisericorde que para tratar de lograr el éxito olvida los más elementales principios de respeto a la vida, a la familia, a la niñez, a los civiles. Una guerra cuyas atrocidades en los suburbios de la capital ucraniana y en las ciudades bombardeadas conmueven hasta a las personas más insensibles. Una guerra que ha causado la muerte de miles de soldados y civiles de Ucrania, y también la muerte de miles de jóvenes soldados rusos lanzados a injustificadas batallas. (¿Habrá batallas justificadas para el agresor?). Una guerra que divide familias y lanza al exilio a más de cuatro millones de mujeres, niños y ancianos, y desplaza de sus hogares a 6 millones más. Una guerra que destruye el patrimonio construido con el sudor y la creatividad de muchas generaciones.
Además, esta cruel guerra por su afectación a los precios de la energía y de los alimentos, e incluso a la provisión de granos y aceites, alimentos para el ganado y fertilizantes, causa ya enormes problemas a las familias pobres del mundo, y claro también inconvenientes muy sentidos a las personas de clase media.
Por supuesto nada de eso comparable con lo que están padeciendo ucranianos y rusos. Pero, es más, esta injustificada invasión que se produce en aras de conquistar míticas grandezas nacionales del pasado, podrá causar escasez de alimentos por su menor siembra y por la imposibilidad de exportar granos, aceites, alimento de animales y fertilizantes. Si se sigue prolongando esta implacable destrucción ordenada por Putin contra Ucrania, se producirán especialmente en África y Asia agudas hambrunas que matarán a miles de personas y debilitarán el potencial futuro de millones de niños
Todos los esfuerzos para acabar con esta invasión deben ser perseguidos. Toda nuestra capacidad de solidaridad con el sufriente pueblo ucraniano debe ser ejercida. Debemos abrir nuestras fronteras para dar refugia a familias que han tenido que huir para salvar sus vidas.
A pesar del dolor de la guerra nos deben mover el amor y la esperanza, no el odio ni la frustración.
Jesús después de la cruz resucitó. Esa es nuestra alegría y nuestra esperanza.
El Señor resucitó. En medio del dolor y la tragedia nuestra esperanza es la conversión de todos al amor, la aceptación de que Dios nos ama y que ese amor debemos trasmitírnoslo unos a otros.
Después de la cruz y la muerte vienen la resurrección y la vida.