Inicio este escrito con las palabras del Padre Larrañaga: “Tratándose del amor, las mismas obligaciones existen para el prójimo que para mí: respetarme, aceptarme, acogerme… Si es virtud amar al prójimo como a un ser humano, yo también soy un ser humano, y amar a esta persona que soy yo, es también virtud”.
Por el contrario, una cuidadosa atención al comportamiento humano nos llevaría a la siguiente conclusión de Erick Fromm: “Es cierto que las personas egoístas son incapaces de amar a otros; pero tampoco son capaces de amarse a sí mismas”.
La autoaceptación se identifica con ese amor fundamental de sí mismo que es base para todo posible y buen desarrollo de la persona.
Aceptarse y amarse tal como se es, con todo lo que ello significa, y hacer otro tanto con los demás es la condición imprescindible para una armoniosa y feliz convivencia con uno mismo, con Dios, con los otros y lo otro; camino de madurez, plenitud, gozo y paz.
En la promoción de la aceptación y amor a uno mismo juegan un papel muy importante la familia y la escuela.
En efecto, tendemos a tratar a los demás como fuimos tratados en nuestra niñez y juventud. Niños y jóvenes reconocidos y alabados, además de ser ellos, con el tiempo, adultos de notable personalidad, serán personas que contribuyan eficazmente a estimular en sus hijos y educandos el amor a sí mismos y a la autoaceptación, la libertad interior, la autonomía y el sentido crítico, valores inapreciables del espíritu.
A propósito de esto último, afirma Bernabé Tierno Jiménez que “las personas que recibieron de sus padres y educadores una dosis suficiente de confianza y seguridad en sus propios valores y actitudes, acceden pronto a la madurez psíquica y a la autoaceptación, que les permite considerar irrelevantes la aprobación o desaprobación de los demás”.
Ahora bien, la aceptación y el amor de sí y de los demás no significa que no seamos capaces de cambiar y ayudar a que los otros hagan de su parte lo posible para cambiar. Precisamente el cambio sobreviene casi naturalmente sobre la base de la aceptación y el amor; el rechazo, por el contrario, lo inhibe o al menos lo dificulta.
En efecto, para llegar a ser lo que uno pretende ser, ha de partir de la realidad de lo que es. Más aún, hay que aceptar esa realidad que muchas veces no nos gusta, por negativa. Aceptarla, como ha escrito muy lindamente el P. Carlos González Vallés, “como el pájaro acepta sus alas, para volar”.