Volvemos al tema del amor y la confianza, a la luz especialmente de la contemplación de Jesús. En él, el amor de Dios se ha mostrado visiblemente y se ha consumado en la cruz. Para los cristianos la cruz es el símbolo del amor, y el haber Cristo muerto en ella expresa del modo más claro y contundente la grandeza de ese amor: “No hay amor más grande que dar la vida por aquellos a quienes se ama” (Juan 15,13). Más aún: “En esto reconocemos qué es el amor, en que él dio su vida por nosotros” (Primera Juan 3,16).
En efecto, gracias a Jesús muerto en la cruz y su amor incondicional, Dios nos libera de no ser aceptados y amados por Él. Estamos justificados, no por nuestros méritos, sino de modo gratuito e inmerecido. En quien se sienta así amado no cabe el miedo, ni menos la angustia, a ser juzgado y condenado. Es lo que nos quiere decir San Pablo al afirmar que nada ni nadie “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8,89).
El amor que en la práctica me libera de la angustia es Dios mismo y, con Él, cuantos me aman, a los que yo también amo y, concretamente, al sentirme amado con un amor incondicional. Es así: el que se siente amado con esa suerte de amor incondicional, es decir, gratuito e inmerecido, no padece ninguna angustia ante la posibilidad de ser rechazado, abandonado o fracasado.
No significa esto que entre nosotros y nuestras relaciones no exista ya ningún tipo de miedo, y hasta angustia, sino que, aun habiéndolo, el amor vivido en lo hondo de nuestro ser, mediante la fe en Él es capaz de superar los temores naturales, a perder al otro, sufrir una enfermedad, la inminencia de la muerte.
El peligro de ser presa de temores y angustias está en cerrarnos en nosotros mismos, víctimas del egoísmo, lo contrario al amor, en vez de olvidarnos de nosotros y nuestros problemas, y abrirnos absolutamente a los otros, en especial a Dios, y a su amor. Y es en esa experiencia de amar y ser amados en la que llegamos, de modo vivencial y personal, a aquello de que “no cabe temor en el amor” (Primera Juan 4,18).
La “confirmación” en la vida y la experiencia de ese amor es un don de Dios, es una gracia que se puede pedir humildemente. Se puede ir ahondando en la medida en que nos esforzamos por unirnos más a Dios en el trato con él por la oración.