Probablemente alguno de ustedes, al igual que yo, ha estado al atardecer en alguna de las coyoleras de la península de Nicoya. Son lugares acogedores en donde se respira la verdadera tradición, con un suave piso de tierra y la frescura que brinda un techo de palma. A la par del tronco, que sangra un sabroso jugo de sus entrañas, se sientan los comensales, con una usualmente agradable charla. Si tienen hambre, pueden aprovechar ahí mismo para pedir una sabrosa gallina achotada, que va muy bien con el vino de coyol. La sencillez del lugar refleja el espíritu amable del guanacasteco. No hay vanidades, ni plasticadas, ni falsos colores, ni neones, ni uniformados artificiosos. Las coyoleras son dignas, sin ingredientes artificiales, de ser considerados como muestras del folclor de la región.
Que yo sepa, a nadie le ha caído encima una hoja de palma del techo, causándole daño. Tal vez han sido más los golpeados en los ranchos de los indios del norte y del sur del país, quienes aún conservan la maravillosa tradición de usar, al igual que sus antepasados, esas hojas de protección, que las pueden adquirir, en muchos casos, de manera económica. ¡Ah, esos pobretes indios deberían usar zinc o lámina de hierro o Ricalit y que dejen de una vez por todas esa costumbre charralera, de destruir el medio ambiente, al usar hojas como techos! Bueno, aunque abunden hoy, al igual que hace siglos, esas palmeras y el buen uso que los hombres hacen de ellas. Creo que en el Club Cariari, adonde van los ricos, hay o hubo un rancho con techo de palma, así como en algunos restaurantes, en mucho orientados al turismo, en el Valle Central, así como en el Atlántico. Pero, la orden es clara: debe aplicarse el modernismo civilizador en todos esos lugares “insalubres”.
Hace poco estuvo en Costa Rica, don Enrique Ghersi, quien demostró el costo que la ley tiene, dando lugar a la aparición de los informales. Esto es, de quienes se la juegan para vivir fuera del imperio y el costo de la ley.
Por ello entiendo el grito de los dueños de las coyoleros, quienes, ante el ímpetu de la insensible burócrata, se han visto obligados a cambiar su piso de tierra y su techo de palma –tradiciones centenarias que no causan daño a nadie, excepto a la puntillosa conciencia de la burócrata. Eso cuesta plata, mucha –tal vez no para los ricos- pero sí para esos pobres, pequeños empresarios.
La aplicación de la ley –que se mueva corriendo el Ministerio de Cultura para impedirlo- le cuesta más al pobre coyolero que al rico restauranteur. A ambos los patrocino con mi consumo, pero cada cosa en su lugar. Si voy a una coyolera, la quiero con piso de tierra, que me descanse del trajín cotidiano, al poder estirar allí mis piernas a la sombra de la palma. Si voy a un restaurante fresa, ni les digo lo que espero, especialmente en sanidad, como muchas veces se ha podido comprobar. Tal vez es que allí no llega la ligera epidermis del burócrata.
Posiblemente a falta de un mejor quehacer, los vagabundos funcionarios del Ministerio de Salud dedican su escaso tiempo a molestar a los coyoleros, para que sus empresas se conviertan en sodas (ojalá de franquicias). Ello nos privará a los costarricenses, una vez más, de una bella tradición que más debe ser conservada y promovida. No deseo estar en una de las reformadas coyoleras, obligadas a aceptar el ucase imperial del estado (“debe cumplirse con la ley”) y que no pueda pedir mi gallina achotada, como siempre se ha hecho en la tradición y forma de la coyolera guanacasteca: en el fogón. No acepto como alternativa el de Kentucky Fried Chicken (¡oh, yes!), el de Rostipollo, el de Popeye’s o cualquier otro de esos. Si voy a la Península de Nicoya, quiero mi gallina achotada, con mi vino de coyol, con mi piso de tierra y mi techo de palma. Al diablo con los burócratas.