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Opinión

Light es una palabra que evito

Jaime Hernández*

Light es una palabra que evito. Cada producto que promete serlo me hace pensar de él con desconfianza. Muchas veces me enoja. Me parece que si lo ingiero no es aquello que deseaba sino su primo lejano. Un primo débil, sin sustancia, sin carácter, demasiado pronto a complacer. Considero que es mejor no comerlo a saber a qué sabe sin lo que realmente me gusta de ese alimento. Porque si realmente me va a hacer daño simplemente no debo comerlo. Punto.

Comer algo que es y no es no me apetece. Me suena que yo, al saber que es light, me he dejado engañar fácilmente. En fin, que el acto de comer aquello no dice bien de mí. No me dibuja. 

Entendamos de una vez que no hablo de una dieta rigurosamente diseñada, de cuidados para mejorar nuestra salud o de alimentos postoperatorios. En todos esos casos la razón nos lleva a ingerirlos porque nuestra vida depende de ello. 

Hablo de la costumbre de un importante grupo de personas con quienes frecuentamos restaurantes, cafeterías y supermercados, a quienes lo light se les ha convertido en una decisión diaria. Su pupila, ya tomada, se dirige a esos enunciados de ligereza garantizada a la hora de ordenar, solicitar o comprar. Bien por ellos, me digo. No debe importarme, pienso, pero que no juzguen mi orden o compra como una invitación a mirarme por encima de sus hombros. Como algunos fanáticos miran al pecador. Aunque sí, eso soy. De seguro. Es lo único que puede explicar esta columna. 

Todo lo anteriormente dicho se me hace mucho más grave si el restaurante que visito tiene entre sus no debidamente explicitados objetivos hacerme comer light porque el chef así lo dispone sin advertirme. El chef ha decidido que lo que yo entiendo por almuerzo o cena él lo ha convertido en simples raciones ridículas, en decoraciones bonitas, en cuadritos para la foto de redes sociales, dejando mi importantísimo almuerzo para, digámoslo, el día siguiente. 

Continúo, porque he tomado impulso. Una hoja de lechuga del tamaño de un teléfono celular a la que le han agregado tres aceitunas y dos lascas semitransparentes de queso, tres granos de sal marina gruesa y dos gotas de aceite de oliva al lado de un pedazo de carne del tamaño de una cuchara – sin contar el mango, por supuesto - no constituyen el alimento requerido por alguien que trabajó ya media jornada y se dispone a trabajar la otra mitad. Más aún si la persona que recibe aquello no ha indicado que sigue alguna dieta o ha hecho alguna promesa de abandonar su necesaria nutrición. 

Huyo de lugares así como huyo de los estantes en librerías que sostienen libros cuyos nombres y portadas me recuerdan aquel almuerzo fatal. “El niño que nos sorprendió desde el quirófano”, “La mariposa en mí que no acepta el sapo en ti”, “El abuelo que olvidó cómo contar cuentos”, “Volando aprendí a caminar”, “El ladrón que todo lo devuelve”. 

Huyo de espacios así como lo hago de gente que me envía estampitas de soles y nubes algodonadas, cielos estrellados sobre riachuelos apacibles, oraciones azucaradas. No es posible para mí observar cosas así sin suficiente cafeína en el sistema. 

La filosofía light nos está desarmando, nos está dejando sin defensas, nos está haciendo sonreír cuando no queremos, comer lo que no queremos y soportar líderes políticos que nos toman por ingenuos. No. No quiero ser tan light. No le creo al partido cuyos compromisos me imponen personas en puestos claves que no van a luchar por mí, ni al partido que manipuló reglamentos y votos nulos con el mismo resultado. Me sentí tan estafado como en el restaurante light. Sólo que ahí no regresaré jamás, en cambio las decisiones políticas recientes atrasan muchas vidas en por lo menos un año más. Y eso lo considero una afrenta. Mucho peor que aquel almuerzo light.

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Martes 09 Mayo, 2017

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