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Opinión

Oración y vida

Juan Luis Mendoza

El padre Larrañaga en su libro “Itinerario hacia Dios” tiene una cuarta y última parte titulada “Oración y vida” con su correspondiente introducción y subtítulos.

 

La introducción arranca con estos párrafos: “En los últimos tiempos endosaron a la oración un estigma descalificador que se puede enunciar de la siguiente manera: La actividad orante o la actividad alienante.

 

No es una calumnia. Aunque es verdad que, con frecuencia, los que no oran se justifican atacando a los que oran; está a la vista que necesitamos urgentemente entablar un rudo cuestionamiento entre la oración y la vida. Son demasiadas las personas que nos echan en cara, y no sin razón, rezan pero no cambian”. En todo caso, añado yo, se desestima casi absolutamente en un mundo materialista y consumista como el nuestro. Al menos el tipo de oración, más profundo y extenso, tal como la hemos descrito aquí.

 

¡Ojo!, a la observación del mismo autor: “Muchas veces, y no en tiempos tan remotos, orar equivalía a encerrarse en sí mismo buscando por encima de todo la serenidad de la mente y la satisfacción emocional, haciendo caso omiso a las exigencias de la conversión y a los problemas del mundo”.

 

En este tipo de afirmaciones hay que cuidarse de exagerar y hasta caricaturizar. No obstante, si nos pueden servir para poner al descubierto la posible inautenticidad de una oración que no lleva al orante al compromiso de vida principalmente en lo tocante al “cambio personal” y la ayuda a los necesitados en todos los aspectos, compromiso de vida, que decimos.

 

Se ha definido a la oración como “fruto y experiencia del amor”. De acuerdo, y el amor tiene dos vertientes: hacia Dios y hacia el prójimo. Las dos a la vez. Si falta una, falta todo en la oración. Y en ese vivir ambos, a Dios y a los demás, se garantiza la autenticidad de la oración.

 

La idea que muchos “sabios del mundo” tienen de la oración es que aliena e infantiliza al ser humano en el sentido de hacer de Dios un sempiterno solucionador de problemas que lo reduce a un irresponsable e inútil. El padre Larrañaga responde a todo ello: “Pero está a la vista que ese ‘dios’ no era el verdadero Dios. Era la falsa careta de Dios, inventada por nuestros miedos, usufructuada por nuestras cobardías y abusada por nuestra ignorancia y pereza”.

 

Por el contrario, nuestro Dios es el “eternamente pascual” que, con su Espíritu, impulsa a afrontar valiente y decididamente los sometimientos, inseguridades, perezas e inmadurez.

 

Tal como aparece en la historia de la salvación que nos cuenta la Biblia, el Dios al que oramos los cristianos no es un Dios de niños incapaces e inmaduros de por vida sino de adultos en constante crecimiento y superación, fuertes y osados. Se cumple aquello de “a Dios rogando y con el mazo dando” y “ayúdate que Dios te ayudará”. Ese es, y no otro, el mundo de la auténtica oración.

 

Con su lenguaje típico, Ezequiel asegura que nuestro Dios, el Dios de la revelación, empuja a los seres humanos a la soledad del desierto “para litigar con ellos cara a cara” y haciendo pasar uno a uno bajo el cayado. Y, ya en el Nuevo Testamento, es aquel que “abandona” a su propio Hijo en medio de la soledad y el sufrimiento y deja que así se enfrente a la muerte. No; no es el Dios de los infantiles y alienados sino de los fuertes y maduros.

 

El padre Larrañaga lo dice así: “Nunca deja en paz al hombre, aunque siempre le deja la paz. Siempre lo cuestiona, lo desafía y obliga a salir al campo abierto de la batalla, a un mundo de incomprensiones, derrotas y humillaciones para purificarlo y salvarlo de sí mismo”. 

 

Dios no castiga, no manda males, no prueba. Permite el mal para que sobrevenga el bien, que “no hay mal que por bien no venga”, decimos. Y ese bien principal suele ser el que el humano, que sigue luchando en la batalla de la vida, halle en Dios, mediante la oración, el empuje y fuerza para seguir adelante en la lucha.

 

Esa, y no otra, es la realidad de la verdadera historia del ejercicio de la oración.

 

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Sábado 10 Octubre, 2015

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