Una historia del terruño
Prof. Julio Vindas Rodríguez*
A veces se me agolpa la infancia hecha un nudo en el alma, y es entonces cuando, a través de la difusa niebla del tiempo, me llega la desdibujada figura de mi tío Eladio.
Creo que casi todos hemos tenido algún familiar “preferido” con el cual nos identificamos, sobre todo entre los tíos más cercanos, que en algunos casos fueron casi como nuestros segundos padres. Lo cierto es que lo que me fue despertando el cariño y la admiración hacia mi tío fue quizás que nunca se tomó la vida tan en serio, se rio tanto de sí mismo que se dio la licencia y el lujo -con la autoridad que da la humildad- de reírse de todo y de todos. Campesino “pata en el suelo”, fue boyero por vocación, a través de su vida chineó varias hermosas yuntas de bueyes y con su inseparable y querida carreta anduvo siempre descalzo los polvorientos caminos de tierra, nunca le faltó un puro, y descansaba en una amplia estancia de adobe bajo un techo de teja, teniendo únicamente por cama un grueso tablón de cedro -sin colchón- y por almohada un duro pedazo de alfajilla, y en las horas de eternos aguaceros se dormía arrullado por el rumor de la lluvia en los cafetos y despertaba con los trinos del invierno hecho yigüirro entre la temblorosa transparencia del rocío.
Con un desafinado acordeón enamoró a cuanta “damisela” se le atravesó en aquel pueblerino San Pablo de Heredia , y él, como buen Vindas, por supuesto que no permitiría que ninguna se quedara para vestir Santos, y precisamente fue por esto que se metió en cada “ enredo” con todas las novias que tuvo, algunas con una “catizumba” de carajillos y, claro, la plata no le alcanzaba para velar por todos y a menudo terminaba en la cárcel por no poder pagar varias pensiones alimentarias... recuerdo como si fuera hoy, una vez que lo apresaron de nuevo - yo tendría unos seis años -, y mi madre, que lo apreciaba mucho, se dio cuenta y a como pudo, juntó “de cinco en cinco” una platilla para pagarle la fianza y me llevó con ella hasta la cárcel de Heredia, un policía “gordote” entró para comunicarle el motivo de la visita y cuando mi tío salió le dijo a mi madre:
“Vea doña Luz, no sabe cuánto le agradezco, pero la verdad es que no me quiero ir, ¡aquí me siento como en mi charco!”, y entonces entendí por qué cada vez que salía de la cárcel llegaba a la casa hecho un saco de mañas. “Más bien” -le dijo a mi mamá- “hágame un gran favor, tráigame el acordeón a la cárcel para alegrar a todos estos pobres reos que casi siempre se pasan agüevados y tristes”, y mi madre, de alcahueta, regresó a dejárselo; ¡claro!, eran tiempos en que los reos eran todavía un poco más humanos (ladrones de gallinas, estafadores de pulpería, maleantes desarrapados, violadores de la mujer del prójimo -¡y hasta con consentimiento!-, y alguno que otro criminal más digno de compasión que de temor, y no como hoy en día, en que en las cárceles pululan sicarios sin principios, escrúpulos ni valores, y donde también aún se ven tantos presos como mi tío, perseguidos por pensión y a menudo acusados injustamente por una mujer sin conciencia ni corazón.
Así vivió mi tío, hasta que un día de tantos, y con más de ochenta veranos encima, se le ocurrió morirse, ¡eso sí!, se murió ¡cuando le dio la p… y regalada gana!, sentado a la mesa del comedor, simplemente se quedó dormido, con aquella estrepitosa carcajada convertida en sonrisa socarrona, como recordando aquel acordeón de mil amores, en la infinita vastedad de la nostalgia. Descansa eternamente feliz, mi querido tío Eladio.
*Poeta y músico
