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Opinión

La sobremesa

Juan Luis Mendoza

Después de la Última Cena y la institución en ella de la Eucaristía, ¿qué sigue? La sobremesa, es decir, la larga conversación que Jesús mantiene como despedida y testamento con los discípulos, los más allegados, los “amigos”. Usted puede leer el contenido de tan interesante plática en Juan 13,31-38 y los siguientes capítulos del 14 al 17 inclusive.

Jesús se despide de los suyos, de los que ha de separarse con manifiesto dolor pues les ama y sabe que, a su modo, también ellos le aman. Se trata, por otra parte, de su muerte, libremente aceptada por él. Eso sí, les declara que volverá con ellos. Muere para resucitar; es muerte y resurrección. En consecuencia, no les dejará definitivamente solos y tristes. Que no se turbe, pues, su corazón. Se va al Padre a prepararles un lugar en el que, a su tiempo, hallen paz, consuelo y gozo plenos.

Ha permanecido con ellos su tiempo, el suficiente como para instruirlos como discípulos y capacitarlos para ser sus apóstoles o enviados a predicar el Evangelio por el mundo entero. Y ahora que se va al Padre, con Él les enviará el Espíritu que les iluminará, fortalecerá y alegrará para que cumplan su misión, aunque en medio de dificultades y hasta el mismo martirio.

Jesús les previene de todo ello, para que estén preparados y no pierdan la esperanza y la seguridad que les venga de lo Alto y mantengan su alegría, mientras el mundo les menosprecie y persiga.

Se trata de una despedida, va a morir, y es lógico que les tenga un testamento, les manifieste su última voluntad. Jesús les recuerda cómo en los años de predicación, por una parte, han convivido como una familia unida por el amor de sus integrantes. 

Pues, bien, seguir en esa unión, en ese amor, en ello consiste su testamento, su voluntad. “Cuando me recuerden, le hace decir el Padre Larrañaga, piensen en una sola cosa: que yo los amé, y que, asimismo, ustedes deben amarse unos a otros”.

La experiencia de la vida apostólica les ha de servir de ejemplo a seguir, sin descuidar los peligros a los que se verán expuestos de egoísmos, envidias y rivalidades que hay que esforzarse en superar, lo que acrecentará el mutuo amor y la alegría de convivir juntos como hermanos, hijos de ese Padre, del que Jesús puede decir a sus discípulos que, así como Él le ha tratado, así les ha tratado a ellos, a los que ya no les llamará siervos, sino amigos.

El mandamiento, “su mandamiento” es el del amor mutuo, el que se amen los unos a los otros como Él, Jesús, les ha amado. Y ese es su testamento. De ese modo permanecerán unidos, serán uno como el Padre y Él. Esa unidad, fruto del amor, será la señal de que son sus seguidores, de que son cristianos. Aquello de “miren cómo se aman…”.

Y aquí la llamada oración sacerdotal de Jesús que trae San Juan en su evangelio, capítulo 17. El Padre Larrañaga la resume así: “Padre Santo, sacándolos del mundo, depositaste a estos discípulos en mis manos, para que yo los cuidara. Les expliqué quién eres Tú; y, ahora, ellos saben quién eres Tú, y saben también que yo nací de tu Amor.

Eran Tuyos, Tú me los entregaste, como hermanos, y yo los cuidé más que una madre a su niño. Conviví con ellos, pero ahora tengo que despedirlos con pena, y regresar junto a Ti, porque Tú eres mi Hogar. Pero ellos se quedan en el mundo. Tengo miedo por ellos, porque el mundo está dentro de ellos; temo que el egoísmo, los intereses y las rivalidades desgarren la unidad entre ellos. Guárdalos con cariño. Cuando estaba con ellos, yo los cuidaba; ahora, cuídalos tú.

Tengo miedo por ellos –agregó-. No permitas que los intereses los dividan y acaben por arrebatarles la paz. Que sean uno, como Tú y yo. Derriba en ellos las altas murallas levantadas por el egoísmo, el orgullo y la vanidad. Aleja de sus puertas las envidias que obstruyen y destruyen la unidad. Calma sus impulsos agresivos. Que una corriente sensible, cálida y profunda atraviese sus relaciones; que se comprendan y perdonen; que se estimulen y se celebren; que sean entre sí abiertos y leales, afectuosos y sinceros. Y así, lleguen a ser en medio del mundo un Hogar cálido y feliz, como una ciudadela de luz en lo alto de la montaña, para que el mundo sepa que Tú me has enviado.

Como Tú, Padre –concluyó-, estás en mí y yo en Ti, que también ellos sean consumados en lo uno nuestro. ¡Este es mi sueño de oro!”.

Seguimos, Dios mediante, otro día.

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Sábado 17 Febrero, 2018

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