Un joven, igual y distinto
Juan Luis Mendoza
El Padre Larrañaga inicia el capítulo titulado Solo en la noche, con estas poéticas expresiones: “Una palmera del desierto, combatida por el viento, en nada se diferencia de otra palmera. Una ola del mar agitado no se distingue de otra ola. El Pobre de Nazareth tampoco se distinguía de cualquier otro joven de su edad, salvo, quizás, por un destello casi imperceptible que le venía de lejos, no se sabía de dónde”. Y añade: “Sin embargo, dos hechos debieron golpear fuertemente la atención de los aldeanos de Nazareth: el celibato de Jesús y sus frecuentes salidas a lugares solitarios y retirados. Todo envuelto en un aire de misterio difícil de descifrar”.
En efecto, en aquel entonces era inconcebible que un joven entre 25 y 30 años de edad permaneciera virgen, contrariando el mandamiento fundamental del crecer y multiplicarse dado por Dios a la humanidad, y contrariando también la seguridad interior del pueblo de Israel.
Y otra vez el Padre Larrañaga: “Sin embargo, para el Pobre de Nazareth fue tan connatural como para la primavera la flor, dentro de su identificación personal: el gran Pobre. Su virginidad fue como un desierto dilatadísimo, en el que no hay contornos, sino tan sólo una línea azul en el horizonte, y en donde los extremos quedan entrelazados por un arcoíris de silencio”. Y prosigue para explicarnos en qué consistió la virginidad de Jesús entendida en un sentido más profundo y significativo: “Su virginidad consistió en cavar sucesivas profundidades tierra adentro y tierra abajo, hasta tocar el corazón mismo del mundo, sin dejar a su paso ni una raíz, ni una semilla. Consistió en enviar al desierto las fragantes ilusiones, las promesas de juventud, la rosa del amor, el calor de las ternuras, y quedarse a solas bajo un sicómoro, deshabitado, apaciguado y vacío. Consistió en quedarse en el puerto y ver partir los navíos a la mar, a los confines del mundo, no para blandir espadas ni conquistar reinos, sino para construir nidos, regar las ilusiones y abrir cauces a la vida”.
Sí, se trata de una descripción muy poética, pero que nos pone ante el misterio de un ser humano que, para constituirse en alguien libre y liberador, se hace silencio, soledad, vacío, nada, abierto a la invasión del Infinito, absolutamente disponible y servidor.
Ahora bien, todo ello no se logra de la noche a la mañana ni tan fácilmente. En efecto, los evangelios nos dan cuenta de que, ya en el curso de la vida pública, Jesús acostumbraba a retirarse a orar frecuentemente, siempre solo, en la montaña o algún descampado, generalmente de noche y sin pedir autorización ni dar explicaciones a nadie. Usted puede contar, como lo he hecho yo mismo, hasta 22 veces en un escrito tan breve como es el Evangelio.
Hay más. Los evangelistas cuentan que Jesús, después de ser bautizado, se retira durante 40 días a un lugar desértico, solitario e inaccesible.
Tal hecho supone que Jesús se fue habituando poco a poco y ya desde la juventud a sucesivos retiros cada vez más prolongados. De ello deducimos también que, al igual que los nazaretanos, podemos imaginarnos a Jesús como un ser humano inclinado al silencio, interiorizado al máximo, con una gran capacidad de introspección, dedicado a la oración… En fin, un joven por lo mismo extraño, diferente…
No obstante esto, los mismos evangelistas nos muestran a Jesús como alguien con los pies puestos sobre la tierra metido en la realidad que le rodea y, consecuentemente, observador de todo cuanto aparece a sus ojos: los campos, usos y costumbres de la gente común, la vida misma con lo que implica normalmente de alegría y tristeza, problemas, fracasos y triunfos. En fin, una existencia común en medio de todo.
