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Opinión

Examinados en el amor

Juan Luis Mendoza

El ser humano aspira a vivir, a vivir siempre y mejor, lo que esperamos alcanzar después de la muerte en el cielo. Es nuestra esperanza en la fe, una vez resucitados. El resucitar equivale a nacer a una existencia nueva, feliz; aunque inimaginable. Por lo mismo, al hablar del cielo en la Biblia, el Libro de la Revelación, se hace a base de comparaciones: boda, banquete, fiesta, reino de justicia y paz… Imágenes que sugieren alegría, libertad, amor, pero que no nos permiten captar con exactitud qué será el cielo ni la vida de los bienaventurados en él.

¿Y la purificación, lo que popularmente se conoce como purgatorio, algo previo a entrar en el cielo? Lo cierto aquí es que hay que purificarse, estar limpios del todo para ser dignos de su presencia. Que se cumpla aquello de “seremos semejantes a Dios porque lo veremos tal cual es” (Primera Juan 3,2). En consecuencia, se ha de dar una completa transformación, mediante la cual desaparezcan el mal del orgullo, el egoísmo y la mentira, obstáculos que nos imposibilitan para vivir el amor en que consiste el cielo. Y se piensa que tal purificación y transformación ha de tener su dolor. ¿Cómo y cuándo ocurrirá? Al no haberlo experimentado, no lo sabemos. Pareciera lo más razonable que sea mientras vivimos y en el trance de pasar de este mundo al otro, del tiempo a la eternidad. En todo caso y como se ha escrito: “No se entra al galope en la casa de Dios”.

¿Se merece el cielo? La vida del cielo se recibe como un don y se desea libremente. Dios nos ofrece la intimidad de su mansión; no nos la impone ni podemos forzar la entrada. 

¿Habrá entonces alguien que rechace a sabiendas el don de Dios, alguien que se condene? Hipotéticamente, sí. En la práctica, deseo que se cumpla la apreciación de Teilhard de Chardin: “El infierno existe, espero que nadie vaya a él…” En todo caso, un infierno sin diablos armados de tridentes que atizan calderas hirviendo. El infierno es estar solo y no poder amar. En consecuencia, hay que irse adiestrando para la vida de amor. Hay que tener presente a cada paso aquello de san Juan de la Cruz: “Al atardecer de tu existencia serás examinado en el amor”. Y la madre Teresa de Calcuta: “A la hora de la muerte no seremos juzgados según el número de obras de mérito que hayamos realizado, ni por el número de diplomas que hayamos cosechado a lo largo de nuestra vida. Seremos juzgados por el amor que hayamos puesto en nuestras obras y gestos”.

La vida de amor del cielo será, pues, una culminación del amor con que nos hemos amado aquí en la tierra, porque nuestro Dios “no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mateo 22,32). El vínculo de unión, que es el amor, no se romperá con la muerte y al encontrarnos junto a Dios en el amor, nos encontraremos con todos aquellos a quienes hemos amado y nos han amado.

¿Y en qué condiciones se realizará nuestro encuentro con los demás después de la muerte y resurrección? Serán distintas de las actuales: “En la resurrección, declara Jesús, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo” (Mateo 22,30). No habrá, pues este régimen de relaciones maritales, ni familiares fundadas en la carne y sangre ni de amistades entendidas al modo humano, pero sí una unión y gozo en el amor dentro de una entrañable simplicidad. 

Nos comunicaremos íntimamente sin necesidad de palabras, gestos ni lazos jurídicos, y nadie poseerá a nadie y ninguno será propiedad de otro, pues cesarán la exclusividad, la envidia y el egoísmo. Sólo habrá amor. Pura transparencia, todos estaremos abiertos en una plena reciprocidad, hecha de luz y de ternura.

El juicio será sobre el amor. ¿Cuándo? Hoy día, los estudiosos se inclinan por el momento mismo de la muerte al que sigue inmediatamente la resurrección. 

¿En qué nos fundamos? Se nos ha acostumbrado a pensar en dos distintos juicios, al morir y al final de los tiempos, pero en la Biblia se habla del “día del juicio”, no de los juicios. Nada nos impide el considerar el “último día” como el instante mismo en que se certifique nuestra muerte y el encuentro con el Señor que viene a llevarnos con él (Primera Tesalonicenses 4,17). En Hebreos 9,27 leemos: “Está establecido que los hombres mueran una sola vez y después haya un juicio”.

Por otra parte, en el planeta tierra todo se renueva y transforma y en ese todo, y principalmente, el ser humano. ¿Por qué aguardar indefinidamente que ello suceda y se nos prive de la total plenitud de resucitados? Hay más: ¿en qué podrá consistir el proceso físico de la resurrección? No lo sabemos. Contra la creencia de los que esperan recuperar los elementos materiales de nuestro cuerpo mortal, hay que tener en cuenta que, disuelta en la tierra, en el fuego o en cualquier otra forma, nuestra carne se halla inextricamente mezclada con la de otros seres vivos. 

En todo caso, la “espera” del juicio no puede medirse en términos de tiempo, habida cuenta de que tras la muerte entramos en la eternidad de Dios donde el tiempo no existe. Lógicamente el “más tarde” carece de significado, sin que deje de ser verdad que la humanidad es una y que su final será colectivo en la alegría de una comunión a la que los últimos seres humanos vivos vendrán a incorporarse.

En definitiva, a la hora del juicio lo que corresponderá es haber buscado siempre la verdad y sobre todo el haberla vivido en el ejercicio del amor. Es el mismo Jesús el que, al describir el juicio, nos declara que será sobre el amor a los necesitados, lo que equivale el haberlo hecho con él: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve desnudo, enfermo, en la cárcel y me socorristeis. Cuanto hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mateo 25,35-36;40).

Así, pues, todo cuanto se ha de hacer para “prepararse” al juicio es amar. Claro, con “obras que son amores” y no palabras o simples sentimientos. 

Me pregunto: ¿Qué mejor recompensa, ya aquí en la tierra, que hacer el bien?

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Sábado 22 Octubre, 2016

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