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Opinión

Muerte ejemplar: la de Jesús (2)

Juan Luis Mendoza

A la luz de lo que nos cuentan los evangelistas podemos deducir, entre otras cosas, que Jesús, a diferencia de otros condenados a morir en una cruz, apenas si se queja de la muerte, que es poco y nada lo que los ejecutores de la crucifixión adquieren de sus pertenencias: unas gastadas sandalias, la capa, el cinturón de cuero, la túnica.

Comenta José Luis Martín Descalzo: “Y se supo definitivamente pobre, desnudo, absolutamente desvalido, sin otra riqueza que estos clavos que atraviesan sus manos y otro lecho que este madero manchado ya de tantas sangres”. Y todo según la voluntad del Padre, hasta en el detalle de echar a suertes la túnica (Salmo 21,19).

 A todo ello hay que añadir las burlas de los que pasan por el camino, de los jefes de los judíos, de los ladrones crucificados con él y los mismos soldados. ¿Y Jesús? Calla. Acepta en silencio los insultos, acepta estos padecimientos y los que supone el estar clavado en la cruz; acepta la muerte.

 Y, antes de morir, las últimas palabras: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34). No saben porque son ciegos y torpes, pero sobre todo yo los amo.

 “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23,43). Es la respuesta a la petición del buen ladrón. Bossuet subraya la respuesta con tres admiraciones: “Hoy, ¡qué prontitud! Conmigo, ¡qué compañía! En el paraíso, ¡qué descanso!”.

 Cerca de la cruz están su madre, el apóstol Juan y algunas mujeres. Jesús pide que se acerquen. Quiere darles algo: que su madre pase a ser a partir de ahora la madre de la Iglesia, representada por Juan. Es todo lo que le queda. María acepta, con un nuevo “fiat” que extiende y agranda el de la anunciación. Con María, Jesús lo ha dado todo. Puede morir en paz.

 Con las tinieblas, sobrevienen en Jesús el peso de la soledad y el sentirse abandonado por todos, incluso por el Padre: “¡Dios mío, Dios mío. ¿Por qué me has abandonado?” (Salmo 21,1) ¿Cómo es posible si Jesús es Dios en unidad con el Padre y el Espíritu Santo? Misterio y escándalo, sin duda. No obstante, sobre Jesús pesa el “pecado del mundo” que él “quita” asumiéndolo, hecho pecado por nosotros (véase 2Corintios 5,21), hecho maldición (véase Gálatas 3,13) ¿Cabe mayor amor de su parte?

 “Tengo sed” (Juan 19,28), se queja Jesús. ¿Se puede pensar en una sed simbólica, sed de almas, sed de ser comprendido, sed de redención? En cierto modo, sí; pero se trata, ante todo, directamente, de una sed física. Se ha escrito en ese sentido que “es su palabra más radicalmente humana”. En la cruz muere verdaderamente un hombre. Y muere como han muerto millones de hombres, antes y después de él, literalmente desangrado y, por lo mismo, de sed.

 Todo cuanto ha pasado hasta este momento es porque el Padre lo ha querido o lo ha permitido; y Jesús siempre dispuesto a cumplirlo fielmente. De aquí el que pueda decir: “Todo está cumplido” (Juan 19,30). Y retorna a la serenidad y la paz.

 A propósito, escribe José Luis Martín Descalzo: “La estructura de las siete palabras que Jesús dice en la cruz no responde, evidentemente, a la casualidad: las tres primeras describen la necesidad de Cristo de morir derramando luz en torno a sí. En ellas pide perdón para quienes le crucifican, abre las puertas de la salvación para uno de los crucificados con él, entrega a los hombres el impagable regalo de su madre. Siguen dos palabras en las que describe sus sufrimientos en esta hora del vértigo mortal de su desgarradora soledad, el sufrimiento físico de la sed. Las dos últimas, las que preceden por pocos segundos a su muerte describen la total paz que le habita. Ahora puede regresar al diálogo sereno con su Padre, a lo que fue siempre el centro absoluto de su vida”. 

 Algo más adelante y al comentar la última palabra, “en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23,46), dice: “Sí, ya sólo faltaba morir, despedirse del mundo encomendarse al Padre, morir. Es muy sencillo”. Y trae a cuento lo escrito por Rilke: “Cae la vida, caen las hojas, todos caemos. Pero alguien recoge esta caída con sus enormes manos”. Obviamente, ese alguien es el Padre Dios. Sus manos son manos de Padre, son salvación, son resurrección. Y morir es poner la cabeza en esas manos, es descansar después del combate de la vida.

 Concluyo este capítulo con estas palabras de Santa Clara: “Desde que me dediqué a pensar y meditar en la Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo, ya los dolores y sufrimientos no me desaniman sino que me consuelan”. ¿Puede usted decir lo mismo? Espero que sí.

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Sábado 01 Octubre, 2016

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