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Opinión

Muerte ejemplar: la de Jesús

Juan Luis Mendoza

He aquí la pregunta: ¿Cómo entendió Jesús y cómo vivió su propia muerte? Ante todo, va adquiriendo, y así lo manifiesta, una clara conciencia del desenlace que le espera en su condición de profeta, lo que destaca en un estudio de los evangelios Joachin Jeremías: “el martirio forma parte del ministerio profético”. Sus declaraciones sobre algunos temas religiosos del judaísmo inducen a sus enemigos a decidir matarlo. Concretamente, su sistemática defensa de los pecadores. La expulsión de los mercaderes del templo supuso ponerse en contra de todo el mundo: romanos, fariseos, sacerdotes…, y la justificación para acabar con él. Su vinculación con el Bautista también. A sus seguidores, Jesús les exige estar dispuestos a morir, de lo que es de esperar que él dé el ejemplo. La voluntad del Padre sobre él lo es todo; en ese “todo”, la muerte. Por lo demás, la predicación del Reino seguirá imparable en los discípulos y apóstoles, los que a su vez morirán violentamente. Y esto hasta el fin del mundo. En conclusión, como lo observa H. Schummch, Jesús “era lo suficientemente realista como para darse cuenta del peligro que significaba para él su predicación y su forma de comportarse en una situación tan tensa como la que constituyó el marco geográfico, histórico, religioso y político de su actuación”.

No dentro de las predicaciones multitudinarias, pero sí en el círculo reducido de los discípulos más allegados, en varias ocasiones, se alude a la muerte de Jesús. Y, desde luego, de modo más claro y explícito en estas tres ocasiones: “Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los mismos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Marcos 8,81). Y el mismo Marcos en 9,31 y 10,33.

Ahora bien, ¿qué piensa Jesús de la muerte, a la luz de lo que leemos en los evangelios? Desde la total obediencia al Padre, la ve como parte de su existencia humana. En medio de la natural repugnancia, acepta y soporta la muerte, y no sin dolor y renuncia, aunque considere muy superior la voluntad de Dios y el cumplimiento de la propia tarea, y sepa que para lograr la vida eterna hay que morir. En todo caso, Jesús confía absolutamente en las disposiciones del Padre. En ese plan, va hacia la muerte con gran entereza y decisión, con noble orgullo, pues se sabe dueño de su muerte: “El Padre me ama porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente” (Juan 10,17-18). Se sabe de antemano triunfador de la muerte: muere para resucitar y ser glorificado.

Sabe también que su muerte será fecunda, fuente de gracia y salvación para el mundo. Está dispuesto a morir no pasivamente sino activamente. Su muerte es una entrega y un acto de servicio. Mientras tanto, esa entrega y servicio es amar: “Sabiendo Jesús que se acercaba la hora de pasar de este mundo al Padre, amó a los suyos hasta el fin” (Juan 13,1). José Luis Martín Descalzo comenta: “En esta última fase tenemos las grandes claves de Jesús ante la muerte: para él, morir es regresar a la casa del Padre; y su postura ante la muerte no es miedo ni acobardamiento, sino acicate: tiene que amar más de prisa y más entregadamente porque le queda poco tiempo”.

Por su parte y haciéndose eco también de las actitudes de Jesús, escribe el padre Augusto Valensin: “Los sentimientos que me gustaría tener en aquella hora (Y que actualmente tengo) son estos: pensar que voy a descubrir la ternura. Yo sé que es imposible que Dios me decepcione. ¡Sólo esa hipótesis es absurda! Yo iré hasta él y le diré: No me glorío de nada más que de haber creído en tu bondad. Ahí es donde está mi fuerza. Si esto me abandonase, si me fallase la confianza en tu amor, todo habría terminado, porque no tengo el sentimiento de valer nada sobrenaturalmente. Pero, cuanto más avanzo por la vida, mejor veo que tengo razón al representarme a mi Padre como indulgencia infinita. Aunque los maestros de la vida espiritual digan lo que quieran, aunque hablen de justicia, de exigencias, de temores, el juez que yo tengo es aquel que todos los días se subía a la terraza para ver si por el horizonte asomaba el hijo pródigo de vuelta a casa. ¿Quién no querría ser juzgado por él? San Juan escribe: “Quien teme, no ha llegado a la plenitud del amor” (1Jn 4,18). Yo no temo a Dios, y el motivo no es tanto que yo le ame, como el que sé que me ama él. Y no siento necesidad de preguntarme por qué me ama mi Padre o qué es lo que él ama en mí. Me costaría mucho responder a estas preguntas. Sería totalmente incapaz de responder. Pero yo sé que él me ama porque es amor, y basta que yo acepte ser amado por él, para que me ame afectivamente. Basta con que yo realice el gesto de aceptar.

Padre mío, gracias porque me amas. No seré yo el que grite que soy indigno. Porque, efectivamente, amarme a mí tal como soy es digno de tu amor esencialmente gratuito. Este pensamiento de que me amas porque te da la gana me encanta. Y así puedo librarme de todos los escrúpulos, de la falsa humildad que descorazona, de la tristeza espiritual, de todo miedo a la muerte”.

Hasta aquí por hoy, en un próximo escrito concluyo el tema, Dios mediante.

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Sábado 24 Septiembre, 2016

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