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Opinión

Del “más acá” al “más allá”

Juan Luis Mendoza

Para los que tenemos fe, la muerte no es el final. Consiste en pasar del más acá al más allá; es sumergirse en la transcendencia; es entrar en la eternidad y alcanzar a Dios y, en él, la felicidad plena.

Y como se expresa Hans Küng, “la vida eterna, en el fondo, se presenta como una cuestión de confianza. Aquí precisamente reside el nudo gordiano de la solución al problema de la vida más allá de la muerte: que la vida eterna es algo que sólo puede ser aceptado en virtud de una confianza, basada naturalmente en la realidad misma”.

No es cierto lo que afirman los existencialistas ateos y los actuales agnósticos: “El hombre es un ser para la muerte”. Por el contrario, y como se ha dicho muy lindamente, “la muerte puede ser experimentada como el pórtico del paraíso”. En efecto, quienes retornaron a la vida después de una “muerte clínica”, y en coincidencia con las descripciones del Apocalipsis, hablan de espacios de luz brillantísima, praderas floridas, dorados campos de trigales y árboles frutales…

La vida fluye de la muerte: se muere para vivir. A propósito, el Padre Larrañaga observa que “si aceptamos que en la medida en que algo muere en mí, algo más grande aparece, el día en que muera enteramente aparecerá la totalidad”. No obstante, instintivamente el ser humano se opone a la muerte. 

Es natural. Y hay que comprenderlo y, desde luego y como lo hemos reiterado, aceptar que es así y aceptar la condición mortal del ser humano y la muerte misma; aceptar “mi muerte”. Y sobre la base de la aceptación experimentaré una cierta majestad que emanará de su intrínseca transcendencia, de la “verdadera dimensión” del ser humano. Afirma, en ese sentido, Heidegger que “el hombre que no ha muerto no puede hablar del hombre, porque el hombre logra su verdadera dimensión en el momento de morir”.

Mientras tanto, se da esa sucesión ininterrumpida de muerte y vida que se entrelazan. 

Ya Platón pensaba así: “Quién sabe si cuando morimos, vivimos, y cuando vivimos, morimos”. 

Es decir, que en la vida hay muerte, y en la muerte vida. ¿Qué contiene, entonces, la muerte? Vida. Es así. En ese punto desconocido que es la muerte empieza la vida. Y, como lo advierte el tan citado Padre Larrañaga, “la actual civilización a fuerza de rechazar la muerte, ha rechazado también lo que nace de la muerte: la vida”. En ese sentido positivo y después de afirmar como los demás filósofos existencialistas que “el hombre es un ser para la muerte”, Heidegger añade algo que es un canto a la inmortalidad, al triunfo sobre la muerte: “Y esta es su grandeza porque sólo en el momento de la muerte, en el cual el tiempo y el espacio se diluyen, se hacen infinitos. En esta dimensión sin dimensión y en este tiempo sin tiempo toda la historia de cada uno se pone en pie en una dimensión sin tiempo ni espacio, es decir, en la eternidad”.

Es la totalidad de la que gozaremos de manera plena y definitiva, eternamente. 

El P. Larrañaga concluye: “Mientras el hombre está en el tiempo y el espacio, no es él, se está haciendo. Y cuando muere no se está haciendo, es él”. Ese es el sentido y el significado de la vida y de la muerte. 

Ese es el “destino” que no se me impone ni se me da al azar, sino que lo voy fraguando yo mismo, de acuerdo a mis sucesivas opciones, decisiones y actos.

El mismo autor escribe: “Así, pues, la muerte puede interpretarse como el punto culminante de algo que ha venido realizándose en la medida en que yo llegue a convencerme de que la muerte es el momento de la totalidad”. De la totalidad de que se ha ido siendo y haciendo. Por eso la liturgia exequial declara a los difuntos que han muerto en el Señor, dichosos porque “sus obras les acompañan”.

Consecuentemente y como lo asegura el mismo P. Larrañaga, “no importa gastar los años de mi vida con tal de sentirme realizado en una vida que no pasa. 

Según esto, la muerte encerrada en el seno de la vida, es la que da sentido y significado a la vida presente. Cuando uno se siente envejecer es que va caminando hacia la vida que no termina, mientras acaba la vida que termina. Y añade que “si pensamos que morir no es morir sino entrar en la posesión plena de uno mismo, entonces nace el gozo de la plenitud”.

Esto de “morir no es morir”, equivalente al “morir sólo es morir”, me sugiere el soneto de José Luis Martin Descalzo: “Y entonces vio la luz, la luz que entraba/ por todas las ventanas de la vida./ Vio que el dolor precipitó la huida/ y entendió que la muerte ya no estaba./ Morir es una hoguera fugitiva./ Es cruzar una puerta a la deriva/ y encontrar lo que tanto se buscaba./ Acabar de llorar y hacer preguntas./ Ver al Amor sin enigmas ni espejos./ Descansar de vivir en la ternura./ Tener la paz, la luz, la casa juntas./ Y hallar, dejando los dolores lejos,/ la Noche-luz tras tanta noche oscura”.

Ya lo sabe usted, mientras andamos en el “más acá” hay que irse adentrando poco a poco y cada vez más en el “más allá”, con la esperanza de que “tras un breve padecer, el mismo Dios de toda gracia, que nos ha llamado en Cristo a su eterna gloria, os restablecerá, os afianzará, os robustecerá. Suyo es el poder por los siglos. Amén” (1Pedro 5,10).

Por su parte, san Pablo escribe en la segunda carta a Timoteo 4,6-8 y 18: “Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida… El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.

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Sábado 27 Agosto, 2016

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