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Opinión

Erdogan tuerce el destino de una nueva Turquía

Sergio I. Moya Mena*

Recep Tayyip Erdogan se acomoda en el sillón y remueve los cubos de azúcar que ha sumergido en su taza de té. A través de la ventana de su despacho del Palacio Yıldız, en el lado europeo de Estambul, sigue con la mirada el avance de los buques petroleros que lentamente se abren paso a través del Bósforo rumbo al Mar Negro. Muy pronto, una vez que sea conveniente, podrá volver al Ak Saray o “Palacio Blanco”, el complejo presidencial de 1.100 habitaciones y US$650 millones de dólares que se hizo construir en Ankara, la capital turca.

Erdogan se siente confiado y sereno aunque algo melancólico. Recuerda otras pruebas severas que el destino le ha deparado, como la vez que fue destituido como alcalde de Estambul y debió pasar diez meses en prisión por recitar en público un poema que, según sus acusadores, incitaba a la violencia: “Las mezquitas son nuestros cuarteles, las cúpulas nuestros cascos, los minaretes nuestras bayonetas y los fieles nuestros soldados…”. 

 Erdogan sabe que únicamente la adversidad determina el temple de un verdadero líder y, de nuevo, se ha levantado. Esta vez ha sido doblemente bendecido. Dios le ha dado el intento de golpe de Estado como “un regalo” y multitudes de turcos piadosos y patrióticos han hecho caso a su llamado a salir a las calles a resistir la intentona golpista y defender la democracia. Dios y pueblo ¿Qué mejores valedores se pueden pedir?

Es prácticamente irrelevante determinar si el intento de golpe de Estado fue un amateur y mediocre complot de militares laicistas apoyados o no por alguna potencia externa, o el producto de una conspiración urdida desde Pennsylvania por el clérigo Fetullah Gullen y su Movimiento Hizmet, a quienes muchos comparan con el Opus Dei. Es irrelevante incluso si se trató de un “auto-golpe”. Lo importante es que Erdogan se siente vindicado por la historia y como tal, no teme las consecuencias de profundizar con rudeza su proyecto político.

Muchos meses antes del intento de golpe, Erdogan y su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) habían acelerado la escalada autoritaria en el país. El episodio más revelador de este proceso fue la severa represión contra las protestas populares del Parque Gezi de Estambul en mayo de 2013. A partir de estos sucesos el gobierno recurrió cada vez más a la descalificación de sus críticos y oponentes.

Diputados opositores, abogados y periodistas han sido denominados como “terroristas”, mientras se hace más y más evidente un afán por concentrar el poder en la figura del presidente y su entorno. Cualquier amago de disidencia ha sido severamente silenciado e instancias como el aparato judicial, las mezquitas, la policía, los servicios de inteligencia, la educación pública y los medios de comunicación, han sido hegemonizados por el AKP.

El momento post golpe se le presenta a Erdogan como una oportunidad para ampliar su poder que simplemente no puede desaprovechar.

Desmantelamiento. “Limpiar” las instituciones estatales al amparo del “estado de emergencia” ha supuesto una purga dentro del ejército de todos aquellos oficiales que no le garanticen total obediencia, el despido sumario de 60.000 empleados públicos, violaciones a la libertad académica, el encarcelamiento de periodistas, el cierre de decenas de medios de comunicación y la posible restauración de la pena de muerte.

Lo anterior da cuenta de un proceso acelerado de desmantelamiento de la democracia turca, la misma democracia que el pueblo defendió en las calles frente al golpe de Estado. Esto no parece ser un desvelo para Erdogan, para quien “la democracia -según ha dicho- es como un tren, te bajas una vez que has llegado a tu destino”. 

El intento de golpe de Estado parece situar al presidente turco cerca de ese destino. Un ejército depurado de cualquier amenaza, un sistema judicial cooptado por jueces y magistrados afines, una oposición parlamentaria débil e incapaz de resistir la deriva autoritaria y medios de comunicación sometidos a su voluntad, garantizan a Erdogan un margen de maniobra político prácticamente ilimitado. 

Mientras la continuidad del país como democracia se ve seriamente amenazada, la secularización -introducida por Mustafa Kemal Atatürk desde la fundación de la República- podría ser revertida de forma definitiva, una meta largamente acariciada por el AKP, cuyo proyecto político se fundamenta en la instauración de una sociedad moldeada por los valores islámicos. 

El país se encuentra en medio de un profundo proceso de cambios, que responden esencialmente a la voluntad de un presidente decidido a ingresar a la historia como el arquitecto de una nueva Turquía.

 

*Profesor universitario e investigador, especialista en política del Medio Oriente.

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Martes 26 Julio, 2016

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