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Opinión

Democracia, OEA y Costa Rica

Pablo Barahona Krüger*

El 11 de setiembre de 2001 culminó un esfuerzo diplomático sin precedentes en favor de la promoción y defensa de la democracia. Catorce años después de ese hito, se impone la reflexión. 

 

Algo de historia. Fue en el marco de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que los gobiernos se decantaron por reconocer una serie de derechos y responsabilidades, de carácter cívico, que venían a elevar la democracia como derecho humano y no solo como un sistema de organización política. 

 

Tan implicante reconocimiento político y jurídico moldeó un nuevo instrumento que hoy hace parte del prontuario normativo continental: la Carta Democrática Interamericana (CDI).

 

Esta es, y no hay que olvidarlo, el resultado de un largo proceso que suele obviarse, siendo que la década de los noventa se inauguró sorprendiendo a la comunidad internacional con tres golpes de Estado (Haití, Venezuela y Perú). Y es claro que para esas alturas de la evolución republicana muchos suponían en América, que los retrocesos antidemocráticos no estaban a la vista y que la democracia vívida era casi una inevitabilidad histórica que no requería mayor empuje ni cuidado. 

 

Con cierta contrariedad en la atmósfera, la Asamblea General de la OEA (Santiago, 1991) recolocó la defensa y promoción de la democracia representativa como prioridad, salvando siempre el respeto al principio de no intervención en los asuntos internos, como valladar insoslayable. 

 

He ahí el campanazo de salida de un complejo proceso político que culminó, una década después, en otra Asamblea General Extraordinaria de la OEA (Lima, 2001), que se inscribió en los anales históricos como un hito del Sistema Interamericano, que tuvo, como final antesala, la Asamblea Ordinaria celebrada en San José, a inicios de ese mismo año.

 

Principios como retos. Enmarcados por el principio de progresividad de los derechos humanos, los Estados de América resolvieron que: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”.

 

Pero para que eso no se tornara en una fórmula tan altisonante como vacía, se subrayó el deber de la ciudadanía de ejercer una “participación permanente, ética y responsable”, como requisito elemental para que la democracia pueda ser más que un derecho, una vivencia cotidiana insoslayable. 

 

Además de la participación cívica, es necesario el respeto al estado de derecho, la probidad y la transparencia de la cosa pública, así como la libertad de expresión y prensa, que se conciben como presupuestos democráticos insoslayables. 

 

De toda suerte, que la cultura de legalidad se impone como nudo gordiano a desatar para que la democracia sea viable, pero, además, persistente y generalizada. Vívida, en una sola palabra.

 

Así es como tales “derechos”, que a la vez son retos en una Región aún maltratada por la desigualdad, la violencia interna y la corrupción e impunidad, suponen que “La democracia es indispensable para el ejercicio efectivo de las libertades fundamentales y los derechos humanos en su carácter universal, indivisible e interdependiente”.

 

La Carta Democrática Interamericana (CDI) no se contenta con ello y resalta la importancia del fortalecimiento de los partidos políticos y el blindaje de “la problemática derivada de los altos costos de las campañas electorales y el establecimiento de un régimen equilibrado y transparente de financiación de sus actividades”.

 

Tampoco se ahorra la convocatoria de todos los esfuerzos regionales –y cívicos, por qué no decirlo- contra las distintas formas de discriminación, citando “género, étnica y racial”, pero omitiendo, sin embargo, la mención específica a la juventud y las personas con discapacidad como poblaciones que también sufren discriminación, así como la marginalidad que de esta deriva. 

 

La alusión a “la promoción y protección de los derechos humanos de los pueblos indígenas y los migrantes”, así como al “respeto a la diversidad étnica, cultural y religiosa en las Américas”, cierra el círculo de este implicante documento que hoy es llevado y traído por los promotores y defensores de la democracia. 

 

No han de caber dudas en ningún resquicio y mucho menos entre las páginas de la CDI. Por ello es que su artículo 3 establece el sagrario que alcanza a delimitar, cuándo estamos en presencia de democracia y cuándo no: “Son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones política; y la separación e independencia de los poderes públicos”. 

 

Esa unidad de medida responsabiliza a todos los Estados miembros activos de la OEA. Pero, además, los implica por igual si aceptamos que los equipara como pares soberanos en el plano internacional.

 

Y ello impone a la OEA, como organización, que será a fin de cuentas lo que los Estados Miembros quieran que sea -es decir, lo que la política permita y las ciudadanías exijan-, una enorme responsabilidad que, en el preámbulo de la CDI, quedó inscrita en términos insoslayables que bien vale rescatar en estos momentos de inquietud democrática: “la misión de la Organización no se limita a la defensa de la democracia en los casos de quebrantamiento de sus valores y principios fundamentales, sino que requiere además una labor permanente y creativa, dirigida a consolidarla, así como un esfuerzo permanente para prevenir y anticipar las causas mismas de los problemas que afecten el sistema democrático de gobierno”.

 

*Embajador de Costa Rica y Presidente de la Comisión de Asuntos Jurídicos y Políticos (OEA).

 

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Martes 13 Octubre, 2015

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